Del sitio de Letras Libres:
"El 17 de enero, después de que el presidente de la República propusiera rifar el avión presidencial a través de la Lotería Nacional, Letras Libres lanzó una convocatoria para explorar el potencial literario de tal idea. Recibimos alrededor de mil setecientos cuentos provenientes de México, España, Argentina, El Salvador, Guatemala, Costa Rica, Ecuador, Bolivia, Venezuela, Alemania, Colombia, Chile, Cuba y Uruguay. Escritores profesionales y no profesionales, cuyas edades oscilaban entre los cuatro y los setenta años, abrazaron la iniciativa con entusiasmo. En su mayoría, los relatos imaginaban la posibilidad de que el premio presidencial pudiera ser lo mismo un golpe de la fortuna que uno de la mala suerte. Agradecemos la respuesta a un concurso que demostró, una vez más, que la realidad puede superar a la ficción. A continuación, presentamos el cuento ganador a juicio de los editores de Letras Libres. ~"
El siguiente cuento es uno de esos 1,700:
SABEMOS QUIÉN ES EL GANADOR
Por César Guerrero Arellano
Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial. Luego de apagar el despertador del celular, el primer tuit en su línea de tiempo anunciaba el resultado e indicaba el número que había memorizado desde que compró su cachito. De todos modos, ingresó al sitio de la Lotería Nacional, la fuente oficial, para cotejar su billete, que tomó del cajón del buró. Era cierto, el suyo era el boleto ganador. Con él en la mano, se levantó de la cama y se dirigió al baño. Rompió el boleto frente al retrete y tiró los pedazos al agua. Orinó y jaló la palanca.
Salió de su casa decidido a tener un día en la más completa normalidad pero, como era de suponerse, la conversación era la misma por toda la ciudad. “¿Quién habría ganado el avión presidencial?” La gente hurgaba en la biblioteca de fotos de sus teléfonos y volvía a compartir en sus cadenas de Whatsapp sus memes favoritos de los últimos dos meses. “Mira, éste está buenísimo. Lo voy a subir al chat”. En la radio del trolebús se escuchaba de nuevo aquella disparatada cumbia que se había hecho tan popular. Los pasajeros volvían a divertirse con la letra sobre lo que podría hacer el ganador con un avión presidencial.
En su oficina, en el Palacio Postal, el tema preferido fue preguntar quien sí había comprado un boleto. Ufanos, algunos enseñaban el suyo. “Miren, yo sí compré uno. Lo he traído en la cartera todo este tiempo”. Quienes estaban alrededor se avalanzaban a verlo. Alguien le hizo ver que él no participaba de los chistes y las bromas. “Son distractores”, respondió. “Lo que realmente importa es el desabasto que continúa en los hospitales y la próxima nota de riesgo sobre la deuda soberana”. Se burlaron, pero bueno, todos sabían que así era él. El jolgorio continuó, como si los compañeros estuvieran partiendo la Rosca de Reyes o comiendo tamales por el Día de la Candelaria. Lo ignoraron cuando fue a servirse un café o cuando hizo una breve llamada telefónica. Era miércoles.
Aunque fingía concentrarse, no podía hacerlo. Al paso de las horas, la incertidumbre sobre la identidad del ganador fermentaba una incomodidad extraña. Cuando compró el billete había pensado “¿Qué pasaría si…?”, e imaginó entonces mucho de lo que ahora sucedía. El presidente había pensado que la ONU vendería el avión a clientes poderosos (otros gobiernos, empresas, multimillonarios), reafirmando su desdén por él. Error. Un avión presidencial, como el Palacio Nacional, no es algo enajenable para uso personal, sino un bien del Estado. Aunque lo había rifado entre “el pueblo”, ahí tenía de vuelta el desdén: su representante, el anónimo ganador del sorteo, tampoco lo quería. Ese ciudadano anónimo desencajaba al presidente y, conforme pasaba el tiempo, hacía ver el cinismo con que, en el afán de darse un baño de pureza, había hecho que los ciudadanos pagaran dos veces un mismo bien. No hacía falta ser opositor o un experto. Era una cuestión de sentido común. Sin poder usarlo o venderlo, ¿para qué querría alguien reclamar un avión presidencial? Aunque el presidente tenía dinero en la mano, gracias a los boletos vendidos, no reclamar el avión era como tener un super poder secreto para hacerlo quedarse con el fetiche.
El viernes por la noche, que el ganador siguiera siendo anónimo era el tema omnipresente en medios y conversaciones. En la mañanera de ese día el presidente había estado hosco y evadido a los periodistas más puntillosos, que cuestionaban la fidelidad del concurso. La Jefa de Gobierno de la Ciudad de México reiteró que el código fiscal de la capital permitía condonar el impuesto de 6% si el ganador era citadino. El director de Nacional Financiera hizo una explicación detallada del fideicomiso para administrar el bien en nombre del ganador. Y el presidente recordó que con los recursos de la rifa se comprarían equipos médicos para el sistema de salud. “Exhorto a quien tenga el boleto ganador a presentarse el lunes en la Lotería Nacional para hacer válido su premio. Tenemos confirmación de que el boleto ganador sí se vendió, de que es un boleto físico, y estamos ubicando el expendio donde se compró”.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Apagó la tele. El tono del presidente al decir “estamos ubicando el expendio donde se compró” no le había gustado. Comenzó a caminar de su recámara a la sala, de la sala a la cocina. Se sentó, mirando la pared. ¿Era posible? Sí, el presidente tenía una seguridad intimidante. Había comprado el boleto en un expendio astroso de la peatonal Filomeno Mata, entre Cinco de Mayo y Madero. En el gobierno identificarían el expendio e interrogarían al vendedor. Dado que lo había pagado con un billete de $500 pesos, no rastrearían su identidad por la transacción bancaria pero, si el vendedor había registrado la venta en un cuaderno, sabrían la fecha e incluso la hora. Revisarían las cámaras de seguridad del Centro Histórico y podrían ubicarlo fácilmente. ¡Qué estúpido! No había previsto eso. Lo seguirían hasta su oficina, a unas cuadras de ahí. El miedo se apoderó de él en una forma tan contundente como el espasmo de náusea que lo llevó al retrete a devolver la cena. Se aisló todo el fin de semana, con el pretexto de estar enfermo, mientras pensaba la manera de huir por un mes, o lo que fuera necesario, hasta que las cosas se calmaran.
El lunes, con pulso tembloroso, se conectó a la transmisión en línea de la conferencia mañanera para verla toda en tiempo real. El presidente dijo: “Sabemos quién es el ganador” y señaló hacia el director de la Lotería Nacional, acompañado de un sexagenario. Su miedo se tornó en estupor. El hombre pasó a la derecha del podio y, a petición expresa, mostró a las cámaras, que hicieron un acercamiento, el boleto ganador. ¡El mismo que él había roto! Así que el gobierno salvaba la cara con una farsa, con un boleto falso y un empleado sindicalizado del Palacio de Bellas Artes, un técnico de iluminación, cercano a la jubilación.
Pero había salvado el pellejo. Podría superar el infierno que lo había consumido dos días enteros y retomar su vida, luego de jurar que la había perdido para siempre, haciéndole al activista, al súper ciudadano anónimo. ¡Que hicieran lo que quisieran! Nunca más conversaría sobre política en las sobremesas, ni compartiría notas críticas y memes mordaces en sus redes sociales. Sólo videos de animales haciendo cosas graciosas. Y ya.
Ese lunes en la oficina resultó inesperadamente ajetreado. Como su analista se ausentó, él mismo tuvo que hacer el papeleo de las compras, que estaba atrasado, mal hecho y peor archivado. Fue una coartada perfecta para no tener que involucrarse en la discusión de lo que cada quien habría hecho si hubiera sido el ganador. A pesar de que fue el último en irse, cerca de las once de la noche, la faena fue un alivio mental. Salió rumbo a Tacuba por el solitario callejón de la Condesa, que el Palacio Postal comparte con el Palacio de Minería. Apenas había dado unos pasos cuando escuchó que alguien corría tras él. Cuando se giraba para ver quién era, le chocaron y le cayeron encima. El tipo se disculpó, mientras se erguía apoyándose en su pecho. Y se fue corriendo de nuevo, una figura de abrigo y gorro negros. Cuando apoyó el codo izquierdo en el suelo para levantarse notó que faltaba el reloj Bulova que le había dejado su abuelo. Muy molesto, recordó los ojos inexpresivos que lo habían mirado cuando estaba tirado. Se levantó y, al dar el primer paso, tuvo un mareo que lo hizo recargarse en el muro. Abierta la arteria femoral, el ganador miró la sangre escurrir a borbotones de su ingle, al ritmo menguante de cada latido, fundiéndose en la oscuridad y en el silencio.
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