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Conan Doyle: el hombre detrás del detective



¿Es justo que un personaje de ficción reciba más crédito que su creador? ¿Por qué estamos más dispuestos a reconocer el genio del personaje que el de quien le dio vida? 

Recupero aquí este texto, publicado inicialmente en 2007 (ver referencias al final):


CONAN DOYLE: EL HOMBRE DETRÁS DEL DETECTIVE
Por César Guerrero Arellano



El 16 de octubre de 2002, el diario francés Le Monde informó que la Real Sociedad de Química de Inglaterra había decidido otorgar una condecoración universitaria a Sherlock Holmes, “por su revolucionaria contribución al empleo de la química en la lucha contra el crimen, fundamento de la criminalística moderna, en una época en la cual los agentes de policía no se guiaban más que por empirismo”. Para tal efecto se colocó una medalla sobre la estatua del detective de ficción, que se encuentra a la salida de la estación de metro Baker Street, en el centro de Londres. 

Esta es una anécdota divertida que llama la atención; vamos, una curiosidad. Pero qué tal esto: al comparar lo que la Encyclopedia Britannica dice sobre Arthur Conan Doyle (1859-1930), y sobre Sherlock Holmes, resulta que la biografía del personaje es más extensa que la de su autor la cual, además, trata 50 por ciento sobre Sherlock. 

¿Es justo que un personaje de ficción reciba más crédito que su creador? ¿Por qué estamos más dispuestos a reconocer el genio del personaje que el de quien le dio vida? ¿Y era Conan Doyle un genio? Al indagar sobre la vida quien hizo nacer al más famoso detective de la literatura se aprecia que el escritor británico fue genial en más de un sentido. 


Conan, el prolífico


Pocos escritores han tenido el vigor y la consistencia de Conan Doyle en la creación de personajes y relatos. Este escocés de ascendencia irlandesa no merece que se le encasille como autor de un sólo género, porque exploró muchos. En lo que respecta a la novela histórica escribió obras como Micah Clarke (1888), sobre un grupo de puritanos ingleses durante la rebelión de Monmouth en el siglo XVII; Los refugiados (1893), en la que una familia de hugonotes franceses decide emigrar a Canadá ―huyendo de las guerras religiosas en Francia―, en donde se topa con el antagonismo de los iroqueses que resisten la colonización. También tenemos La gran sombra (1892), a través de la cual se expone el impacto que produce sobre la vida cotidiana la incertidumbre acerca de una posible invasión napoleónica. 

De la mezcla del género de aventuras y ficción histórica resultan obras como La Compañía Blanca (1891) y Sir Nigel (1906), las cuales se insertan en la mejor tradición de Sir Walter Scott (1771-1832) ―autor de Ivanhoe (1820)― y están fundamentadas en una rigurosa investigación sobre cada detalle requerido para la ambientación de la trama. La Compañía Blanca alcanzó las 50 reediciones en vida de su autor. Fueron igualmente célebres los relatos del brigadier Gerard, publicados en The Strand Magazine entre 1895 y 1903, y que, a juicio de sus editores en español ―Valdemar―, son “precisos, elegantes, ingeniosos y con ritmo [...] tienen todas las virtudes de un clásico”. 

Relatos de horror ―"El parásito" (1894) ―, ciencia ficción ―El mundo perdido (1912) ―, piratas, boxeadores, etc., se añaden a la brillante producción de este prolífico autor, un nato contador de historias. El conjunto de sus textos se agrupa en 49 libros de ficción, 41 sobre guerra, historia militar y espiritismo, una docena de panfletos, otra de obras de teatro y cuatro libros de versos.1 

Los méritos de Conan


Por lo que respecta al origen de su fama y fortuna,  el primer mérito de Conan Doyle es haber consolidado un nuevo género de la literatura: la novela policiaca. Este tema había sido pobremente explorado y no existía como género literario. El pionero fue Edgar Allan Poe (1809-1849), quien en apenas cinco relatos, estableció las características fundacionales del género: el acusado inocente, el villano improbable, el código secreto, la pista falsa y el crimen imposible. 

Doyle incorporó intuitivamente estos elementos, pero, además, aportó uno más: una solución coherente. No era justo que el caso se resolviera sin un razonamiento consistente a partir de los hechos contenidos en el relato. A esta exigencia estricta de verosimilitud, Conan Doyle añadió una extensa praxis de 40 años: cuatro novelas y 56 relatos sobre Sherlock Holmes, publicados entre 1887 y 1927, a partir de los cuales el género policiaco dejó de ser una mera curiosidad.

El segundo mérito es Sherlock Holmes mismo. Se trata de uno de los personajes más cautivadores, complejos y entrañables en la historia de la literatura. Basado en la sorprendente habilidad de observación de Joseph Bell, profesor de Conan Doyle en la facultad de medicina de la Universidad de Edimburgo, su personalidad es por demás intrincada y ambivalente. Sherlock es un hombre en extremo pragmático, que suele dar mayor importancia al conocimiento que a la moralidad –su afición a la heroína es un ejemplo– y al reto intelectual que a la justicia, pues prefiere casos extraños y difíciles, no necesariamente criminales, a aquellos que sí requieren la acción de la justicia pero de solución obvia y de rutina. 

En los métodos de Holmes, el uso de la ciencia teórica ―formulación de hipótesis― y empírica ―muestras de sangre, huellas, etc.― está al mismo nivel que el empleo de técnicas teatrales ―disfraces, actuaciones― para obtener información de sus antagonistas. Al tiempo que su razonamiento es frío y calculador, incapaz de pasiones amorosas, sabe apreciar la belleza en un paisaje o en la interpretación de un músico, así como de dar rienda suelta a su melancolía tocando el violín. 

El tercer mérito de Conan Doyle es, precisamente, el que destacó la Real Sociedad de Química de Inglaterra en su homenaje: la aplicación de la ciencia y de su método a la criminalística. En el primer capítulo de Estudio en escarlata (1887), la primera de todas las historias sobre Sherlock Holmes (escrita cuando su autor contaba con apenas 26 años) el detective aficionado descubre un reactivo que es precipitado únicamente por la hemoglobina, lo que “proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre”. Actualmente contamos con la comparación del ADN del sospechoso con el ADN obtenido en la escena del crimen. La idea es la misma y su origen está en la literatura. 

El cuarto mérito es la habilidad de Conan Doyle para la construcción de tramas haciendo gala de las mejores técnicas tradicionales de narración, también llamado “el arte de contar una historia”, con un lenguaje directo y preciso, sin florituras. Esto ha hecho que obras como La isla del tesoro (1883), de Stevenson (1850-1894) o Moby Dick (1851), de Melville (1819-1891), pertenezcan, ―junto con Tolkien (1892-1973), Clarke (1917-) y otros― a la “literatura juvenil”, cuando lo único que estas obras y sus autores tienen en común es el uso de técnicas narrativas tradicionales en temas que no lo son: sea el policiaco, la fantasía o la ciencia ficción. 

Conan, ¿el bárbaro?


En 1893, Conan Doyle decidió dar fin a su personaje para dedicarse a proyectos literarios “más serios”, aún a costa de su alta rentabilidad. La muerte de Sherlock Holmes a manos de su archienemigo, el brillante Profr. Moriarty, mereció titulares en los periódicos ingleses y extranjeros, como si se tratara de la muerte de un estadista. Moños negros aparecieron en las calles londinenses y cartas de lectores indignados inundaron la redacción de The Strand, revista que perdió de golpe 20 mil suscriptores. 

Holmes es un personaje complejo y polifacético en más de un sentido, pero su autor no se quedó atrás. Hijo de un padre alcohólico profesionalmente mediocre y sobrino de tíos eminentes, Conan Doyle estudió en internados jesuitas de Gran Bretaña y Suiza. Gustaba de las aventuras y, durante su época universitaria, en Edimburgo, se embarcó en un ballenero inglés. Más tarde se desempeñó como médico de un barco mercante que recorría la costa occidental de África. También ejerció como médico voluntario en la guerra de los Boers, en Sudáfrica, y como corresponsal de guerra en Sudán. Alertó sobre el peligro de un arma como el submarino y propuso la invención de los chalecos salvavidas.

Conan, el crédulo


Amaba los deportes. Gracias a su éxito y fortuna en las letras practicó el automovilismo y la aviación. También el críquet con particular constancia, el boxeo, el futbol y el billar. En Suiza conoció el esquí, el que difundió con tal éxito fuera de ese país que una placa y una estatua en Davos honran actualmente su memoria. 

Es muy probable que el descrédito y la indiferencia de la crítica literaria sobre Conan Doyle se deban a su activismo en favor del espiritismo, labor que consumió la segunda mitad de su vida. Escribió libros y panfletos y pronunció conferencias por todo Estados Unidos, Australia y Gran Bretaña ante más de 300 mil personas sobre lo que consideraba la cuestión más importante de su tiempo. Llegó un momento en el cual el New York Times dejó de prestarle atención cada vez que pisaba suelo estadounidense.

El autor de un personaje arquetipo de la racionalidad abandonó todo escepticismo al grado de morder el anzuelo de más de un charlatán. Tomó por buenas fotografías trucadas que retrataban supuestas hadas, aseguraba poder comunicarse con familiares muertos, como Louisa, su primera esposa, y jamás creyó que Houdini, a quien acompañó de gira, utilizara un método distinto al de la teletransportación para escapar de sus mortales trampas. 

Mas el mayor atributo de Conan Doyle no fue realmente el frío raciocinio de su personaje, sino su prodigiosa imaginación de escritor. Su compleja obra y su vida, a pesar del encanto inevitable de su personaje más logrado, necesitan una relectura. Arthur Conan Doyle merece tanto o más crédito en la memoria literaria que su detective. ❧


Este artículo fue publicado previamente en: 

  • “Conan Doyle: el hombre detrás del detective” en Vida y milagros de…, de María del Pilar Montes de Oca Sicilia (compiladora), Ed. Otras inquisiciones, Col. Algarabía, Ciudad de México, México, 2008, ISBN: 978-970-732-240-0
  • “Conan Doyle: el hombre detrás del detective” (artículo) en Algarabía, No. 30, diciembre 2006 – enero 2007, pp. 34 – 39.

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