La muerte de Rita Guerrero, ayer, 11 de marzo de 2011, me trae a la mente muchos momentos de mi historia personal. Mis intentos por escribir poesía estaban íntimamente vinculados a lo que la música, las letras, las presentaciones en vivo de Santa Sabina, me inspiraban. Fueron la compañía más inmediata y constante de mi adolescencia y de mis años universitarios. Representaban una parte significativa del ambiente del cual uno se nutre para definirse a sí mismo. Eran un ejemplo directo a seguir cuando yo mismo quise ser músico, cuando mis amigos y yo (Alejandro Alva, Ernesto Herman, Carlos Galván) compusimos nuestra propia música y montamos nuestra primera y única presentación en vivo como el grupo Sendas Olvidadas.
Escuché por primera vez a Santa Sabina en la radio, en Rock 101. Canciones de su primer disco homónimo (1992) y poco después, de Símbolos (1994) que produjo Adrian Belew (King Crimson). La mítica estación de rock obsequió boletos para un concierto de promoción del nuevo disco a quienes llamaran por teléfono. Llamé y mi llamada entró. Días después pasé a recoger mi boleto en las oficinas de la estación en Insurgentes Sur. El concierto ocurrió en el galerón de lo que alguna vez fueron los cines Brasil y Copacabana, en San Juan de Dios casi esquina con Acoxpa, hoy una longeva taquería. No recuerdo el nombre que le daban al lugar. El interior era muy precario. El escenario estaba montado con los instrumentos, la decoración era sencilla: veladoras apagadas alineadas sobre el piso o sobre los monitores. El pedestal del micrófono para la cantante estaba decorado con rosas en la parte superior.
Llegué desde las ocho, pero el grupo comenzó a tocar hasta las doce. La gente se dedicaba a tomar cerveza y a ingerir algo de cenar. Yo no llevaba dinero. Me encontré a algunos compañeros del Colegio Madrid que habían comprado un boleto, Alejandro Cruz Atienza y un par de chavas que yo no conocía bien. Como adentro no había nada qué hacer, salimos y los acompañé a comprar cervezas. Nos metimos al coche de alguno de ellos y se bebieron dos o tres caguamas. Luego regresamos. En el sonido todo el tiempo ponían música. Mi padre pasó a recogerme a las once y media y, descorazonado, le pedí que me esperara a que el grupo tocara aunque fuera algo. Me esperó y sólo estuve media hora, de doce a doce y media. Pero me bastó para prendarme del grupo, de su música, de la poderosa personalidad de su cantante.
La segunda ocasión que presencié a Santa Sabina en vivo yo ya me había hecho con los dos discos y los conocía bastante bien. Me sabía todas las letras, por ejemplo. Santa Sabina se presentó nuevamente por el sur de la ciudad, ahora en otro edificio, una especie de bodega de dos plantas, con techo bajo en la planta alta, de nombre El antro, situado en Huipulco (en el arranque de Acueducto). Esta vez fui con varios de mis amigos. Iván González y Antonio Monreal entre ellos. Como llegamos temprano, nos situamos al pie del pedestal en el que cantaría Rita Guerrero. Una hilera de forzudos de seguridad, con lentes oscuros, ajustadas camisetas negras y brazos cruzados, nos separaba de la orilla del escenario.
Cuando el grupo salió y comenzó a tocar, en menos de un minuto nos llovía gente. A nuestras espaldas se había hecho un corrillo para los empujones de slam. Los empujones eran soportables, pero poco después varios de los asistentes hacían pie de ladrón para catapultar a otros sobre el escenario. Nos alejamos de inmediato. Sobre todo porque yo usaba lentes y como mi miopía era bastante acentuada, habría sido un serio inconveniente que se rompieran. Los mismos músicos comenzaron a peligrar. Los forzudos no se daban abasto rechazando gente que caía sobre ellos y algunos incluso terminaron con medio cuerpo encima del escenario.
Al término de la primera rola, Rita pidió a los asistentes bajarle para no lastimar a los músicos. Como no le hicieron mucho caso, se salió. Entonces Poncho Figueroa, el bajista y co-líder de la banda, se puso a tocar a frenéticamente el bajo. El baterista hizo lo propio, lo mismo que el guitarrista y el tecladista. La gente hizo el slam que quiso durante algunos minutos. Poncho preguntó: “¿Ya se cansaron?” Como no se habían cansado, lo hizo por algunos minutos más. Liberada la energía, entonces Rita regresó y el concierto siguió sin contratiempos.
De nuevo, rosas y veladoras sobre el escenario eran elementos simples pero efectivos para darle contenido y atmósfera a un escenario insulso. Pero quien convertía la ejecución de la estupenda música en algo visualmente impactante era Rita Guerrero, pues personificaba perfectamente una vampiresa, en concordancia con las letras inspiradas en las novelas de Anne Rice que la poeta Adriana Díaz Enciso había escrito para el grupo. En la pausa silenciosa entre una canción y otra, le grité a Rita a todo pulmón que era “la diosa de las sombras”. Toño siempre me hizo burla por eso. Pero nadie en el público se rió, o sea que por lo menos debió parecerles posible que Rita fuera algo como eso.
Y en efecto, Rita demostraba un dominio de recursos escénicos apabullante. Ojos casi saltones definidos por un marcado delineador negro, largas pestañas negras que abría y cerraba parsimoniosamente para mostrar su mirada felina a punto de caer sobre su presa. El cabello negro era rizado y se desplegaba enmarañado sobre los hombros, cubiertos por un delgado velo negro que Rita hacía ondear con el movimiento aleteante de sus blancos brazos desnudos frente al aire del ventilador. El vestido era rojo y entallado sin llegar a lo vulgar, ligeramente arriba de las rodillas. Medias de red negras, tacones altos. La iluminación de su rostro era angulosa, ya fuera que cayera del techo o ascendiera desde el suelo, marcando dramáticas sombras bajo sus cejas, en su barbilla y pómulos.
Rita Guerrero tuvo desde inicios de su carrera una voz educada que ninguna cantante de rock tenía, con un registro amplísimo que emulaba el estilo terrorífico de la cantante Diamanda Galas al cantar, por ejemplo, esa pieza instrumental y vocal de nombre Mírrota, incluida en el primer disco de Santa Sabina. Así, en esa voz, las letras de canciones como Sueño de agua (“sólo nos quedamos / con los sueños y la vida de almas”), Luz del mar (“Llévame señor de alma abismal / dame la luz del agua / Besa, hunde / mi cuerpo roto / astilla de ti) o Una canción para Louis (“Noche roja en sus ojos / Dios que duerme / desangrado”) cobraban una belleza brillante pero sombría, ejercían una seducción perturbadora.
En ese entonces ya aspiraba a escribir poesía, así que compuse un poema con su nombre y lo mandé por fax a las oficinas del grupo, con la secreta idea de que llamara su atención y me invitaran a ser letrista suyo. Tenía versos como “Tu voz reverbera transfigurada en mar negro” o “Los globos blancos de tus ojos (…) Penetran y trocan en espuma / las costillas de las olas” o “De la negra caverna de tu boca / salen versos hechos murciélagos. / Salen a prenderse de los aleros (…) de mis tímpanos”. El poema cerraba diciendo “Tu mirada es Luna, tu voz es viento. / Con ellos, en la noche gobiernas, / alzas y quiebras al éter voluptuoso.”
Afortunadamente, el tema de los vampiros no era el único en las letras e inquietudes del grupo. Sus dos primeros discos son mucho más variados que sólo ese tema literario ciertamente gótico y atractivo. El primer disco era en parte fruto de la música compuesta para el montaje de una obra de teatro experimental a partir de la novela América, de Franz Kafka. Lo mismo musicalizaba un texto de Jean Paul Sartre (“Labios mojados”) que contenía letras lúdicas como “Gasto de saliva” y “Chicles”, o bien algo así como un acto circense de terror (“Partido en tres”). Una de las mejores es “Azul casi morado”.
Por lo que respecta a Símbolos, con una portada estupenda que muestra un milagro (un corazón en sobrerrelieve), canciones como “Ajusco nevado” y “Estando aquí no estoy” refrescaban el tono existencialista de “Nos queremos morir”, “Símbolos” o “Insomnio”. Esta última tiene una atmósfera íntima que siempre intenté emular cuando escribía poemas para un poemario que se llamaría “Atmósferas nocturnas”, que no completé, pero que se convirtió en algunos de los poemas de mi libro En la pureza del azul. Es más, para mí varios de los poemas de En la pureza del azul debían poder leerse de madrugada, acompañados por la música de Kind of blue, de Miles Davis o Símbolos y, específicamente, “Insomnio”, de Santa Sabina.
Los años 90 fueron el auge de las presentaciones “unplugged” de MTV. Una banda como Santa Sabina, que no había salido del todo de la escena underground a pesar de que sus dos discos hubieran sido editados por un sub-sello (Culebra) de una disquera comercial (BMG) no estaba en la mira del canal de videos norteamericano, todavía. Pero hacer versiones acústicas de canciones de rock es una oportunidad que todo buen músico merece darse. Así que Santa Sabina grabó una presentación acústica en vivo, Concierto acústico (1994), grabado en El hábito – Bar de Coyoacán.
Yo no lo compré porque mi amigo Iván lo tenía. Lo grabé en una cinta. Es uno de los mejores discos de Santa Sabina. Por desgracia, la disquera lo sacó de circulación cuando posteriormente el grupo grabó un programa Unplugged, de MTV (1997). Sigue sin reeditarse desde ese entonces. El disco Santa Sabina Unplugged es bueno, pero Concierto acústico es todavía mejor. Es una lástima. Una ocasión en que Rita y Poncho fueron al ITAM a conversar con estudiantes en la explanada (no recuerdo para qué) le pregunté a Rita si creía que algún día lo reeditaran de nuevo. Me respondió que no lo sabía y me dijo que ni ella tenía una copia de ese disco, que si yo sí, le mandara una.
Hacerle una en cinta me pareció poco y nunca supe cómo hacer una transferencia a un CD. Eso lo logré mucho después, gracias a Lety, mi esposa, quien le pidió a Humberto … que hiciera el transfer en la cabina de Monitor, la estación de radio noticiosa en la que Lety entró a trabajar luego de graduarnos. Gracias a ese transfer, Concierto acústico sobrevive en un CD, en el disco duro de mi computadora y en el de mi ipod.
Esperé con ansia el siguiente disco de Santa Sabina y salí a comprarlo el mismo día en que salió. Comparé precios entre el tianguis de Pericoapa o el MixUp de Galerías Coapa y lo compré. Babel demostró que el grupo no repetía sus propias fórmulas, sino que la búsqueda constante era su motor para hacer una producción nueva. El álbum es como un retablo barroco, cada parte tiene una razón de ser y de estar en donde está. Es en parte la recreación del Paraíso perdido de Milton. Babel narra la historia del ángel caído, de la pérdida del paraíso y del anhelo fallido por recuperar la luz, por recobrar la perfección, por trascender a pesar de la muerte.
Babel es una joya, el álbum más conceptual de Santa Sabina, aunque no necesariamente el más intenso. Piezas instrumentales abren, dividen y cierran el disco. En su mayoría las letras son de Adriana Díaz Enciso, pero también hay algunas de Rita. También contribuyó con una letra Jordi Soler, quien fuera locutor y director de Rock 101, así como poeta y novelista. Los títulos de las canciones nos dan una idea de la historia que el disco va narrando: La risa de Dios, El reino perdido, Lamento, Babel, Los peces del viento, La garra, Los sueños, El camino es el deseo, Espejo, Olvido, El cielo, El ángel. Tuve un sueño, más que cancion es una lectura entreverada de tres poemas de igual número de poetas malditos (Baudelaire, Blake y Díaz Enciso), en sus idiomas originales (francés, inglés y español), que se acompaña de un fondo musical.
Santa Sabina nunca se convirtió en un grupo de rock comercial, a pesar de transmitirse sus videos por MTV, grabar un Unplugged, etcétera. Nunca perdieron el contacto con su público. Nunca fueron un grupo de presentaciones masivas, ni siquiera cuando se presentaron en el zócalo o en festivales de rock. No es de extrañar que los discos que siguieron fueran producciones independientes. Fue el caso de Mar adentro en la sangre (2000), Espiral (2003) o el álbum doble con DVD, en vivo, con motivo de su XV aniversario (2005).
En ellos siguieron la poesía y la experimentación musical, la incorporación de ritmos, instrumentos, sonidos. En Mar adentro en la sangre musicalizaron dos poemas de Xavier Villaurrutia (Soledad y Canción), ese extraordinario poeta y dramaturgo del grupo Contemporáneos. Hicieron su versión de Sueño con serpientes de Silvio Rodríguez. Letras de Díaz Enciso, Guerrero, Soler. El video para “La daga” estaba montado a la manera del filme alemán El gabinete del Dr. Caligari, de los años veinte. En Espiral compusieron un homenaje a María Sabina, glosaron el poema “Invitación al viaje” de Baudelaire, se inspiraron en el autor de ciencia ficción Philip K. Dick para escribir “En llamas”. Se incorporaron el cello, el clarinete, el saxofón, el cajón peruano, etc., ya presentes como invitados especiales a las presentaciones en vivo. Ritmos de jazz, el rechinido de un zaguán, y pedales para las guitarras. Los discos de esta época difieren de los dos primeros en el uso de sintetizadores, uno de los rasgos que más me gustan del primer Santa Sabina y por el cual me gusta tanto Concierto acústico, por trocar las partes del sintetizador en piano.
Leticia y yo fuimos al concierto de promoción de Mar adentro en la sangre en el Teatro de la ciudad, en Donceles casi esquina con Bolívar. No tuvo el encanto underground de esos primeros conciertos en galerones improvisados, para 200 personas, pero resultó un espectáculo visual y sonoro magnífico que hizo gala de los recursos del teatro, con ese ambiente afrancesado del siglo XIX que lo caracteriza.
Escribo para recordar, compartir y no olvidar todo esto. Porque con la noticia de la muerte de Rita reviven muchas experiencias fundamentales de mi vida. Poesía que he escrito y leído, música que he escuchado y ejecutado, literatura que me ha inspirado y a la que he aspirado cuando la he creado. Momentos de recogimiento conmigo mismo, de melancolía o ensoñación, en busca del camino que uno elige y quiere seguir.
Y si bien dejé de acompañar los proyectos individuales de los integrantes de Santa Sabina, una vez separados, como las grabaciones medievales y barrocas del Ensamble Galileo, o el montaje de obras de teatro, si bien hace mucho que dejé de escuchar a Santa Sabina con la frecuencia que solía, algo muy natural por cierto con cualquier música, saber que Rita ha muerto, a sus escasos 46 años, me hace ver que con su desaparición física se cierra definitivamente una etapa de mí mismo, ese espacio de comunión que una artista como ella y como sus compañeros músicos establecieron con tantas personas, entre ellas yo, a través de su arte.
Esa comunión afectiva y estética entre un artista y su público es una experiencia inigualable del ser humano. Es una parte de nuestra naturaleza humana, cultural. He mirado en la televisión la silueta amortajada de blanco, que yace sobre un túmulo rodeado de cirios, arropada por el decorado barroco y dorado de un coro, el de la Universidad del Claustro de Sor Juana, donde enseñaba canto. He visto a Poncho Figueroa y a Alejandro Otaola tocar sones con una jarana, con la voz quebrada y los ojos acuosos y tristes. He visto la multitud en la que quisiera haber estado acompañándola y, a la vez, en la que no quise estar por no dejar solas y tan lejos en la noche a mi esposa y a mi hija, que podría nacer en cualquier momento.
En lugar de eso me he quedado en casa escuchando esa música maravillosa, escribiendo estas líneas para velarla aunque sea desde aquí, escarbando en mis recuerdos para traerlos aquí, a un sitio en que no se pierdan, aún cuando sé que lo más probable es que sólo sean importantes para mí. Quizá a algunos les parezca extraño que lo haga, siendo que las estrellas de la música suelen estar muy alejadas de la vida cotidiana de quienes forman parte de su público. Pero no fue el caso de Rita Guerrero, porque ella, junto con sus compañeros de Santa Sabina, fue de esas artistas con quien uno puede conversar si se la encuentra por la calle. Su muerte es una tragedia, no por lo que pierde su público, pues ya nos dejó mucho, sino por lo que pierden su hijo de cinco años, su esposo, sus alumnos del Coro de la Universidad del Claustro de Sor Juana, quienes recibían su sabiduría y experiencia directamente. Una persona como Rita no debería morirse a los 46 años, cuando la causa de su muerte, el cáncer de mama, se puede prevenir.
Algunas personas piensan que la fuerza y la belleza del Requiem de Mozart se deben a que, no obstante haberlo compuesto como un encargo, Mozart sabía que componía su propia misa de muertos, pues ya estaba muy débil y enfermo. Rita no se consideró muerta en vida. He encontrado en internet fotos recientes de actuaciones teatrales suyas, ya con la cabeza sin pelo y sin cejas en el rostro debido a las quimioterapias.
Descubro un nuevo significado en los versos de El ángel, escritos por Adriana Díaz Enciso, canción que cierra el disco Babel. Sirvan a manera de epitafio, porque nos confirman la voluntad de trascendencia de todo artista, de todo ser humano, a través de la expresión de su individualidad, mediante su propia voz, la que transmite su pensar y su sentir respecto a lo que le representa vivir. Es la voz de Rita la que canta esto, que es una gran verdad:
Cuando ya no escuche más
gotas golpear en el cristal
esa risa caerá en mí.
(…)
Tuve miedo de morir
De perderme de la lluvia
Y su voz iluminó
El otro lado del jardín:
Esa lluvia no conoce el fin.
(…)
Un ángel dentro de mí
el fantasma vivo de mi voz.
Un ángel dentro de mí
se moja en la lluvia de mi voz.
Un ángel dentro de mí
va a guardar el eco de mi voz.
Un ángel dentro de mí
que no cree en la muerte de mi voz.
Gracias por todo Rita. Así será.
Escuché por primera vez a Santa Sabina en la radio, en Rock 101. Canciones de su primer disco homónimo (1992) y poco después, de Símbolos (1994) que produjo Adrian Belew (King Crimson). La mítica estación de rock obsequió boletos para un concierto de promoción del nuevo disco a quienes llamaran por teléfono. Llamé y mi llamada entró. Días después pasé a recoger mi boleto en las oficinas de la estación en Insurgentes Sur. El concierto ocurrió en el galerón de lo que alguna vez fueron los cines Brasil y Copacabana, en San Juan de Dios casi esquina con Acoxpa, hoy una longeva taquería. No recuerdo el nombre que le daban al lugar. El interior era muy precario. El escenario estaba montado con los instrumentos, la decoración era sencilla: veladoras apagadas alineadas sobre el piso o sobre los monitores. El pedestal del micrófono para la cantante estaba decorado con rosas en la parte superior.
Llegué desde las ocho, pero el grupo comenzó a tocar hasta las doce. La gente se dedicaba a tomar cerveza y a ingerir algo de cenar. Yo no llevaba dinero. Me encontré a algunos compañeros del Colegio Madrid que habían comprado un boleto, Alejandro Cruz Atienza y un par de chavas que yo no conocía bien. Como adentro no había nada qué hacer, salimos y los acompañé a comprar cervezas. Nos metimos al coche de alguno de ellos y se bebieron dos o tres caguamas. Luego regresamos. En el sonido todo el tiempo ponían música. Mi padre pasó a recogerme a las once y media y, descorazonado, le pedí que me esperara a que el grupo tocara aunque fuera algo. Me esperó y sólo estuve media hora, de doce a doce y media. Pero me bastó para prendarme del grupo, de su música, de la poderosa personalidad de su cantante.
La segunda ocasión que presencié a Santa Sabina en vivo yo ya me había hecho con los dos discos y los conocía bastante bien. Me sabía todas las letras, por ejemplo. Santa Sabina se presentó nuevamente por el sur de la ciudad, ahora en otro edificio, una especie de bodega de dos plantas, con techo bajo en la planta alta, de nombre El antro, situado en Huipulco (en el arranque de Acueducto). Esta vez fui con varios de mis amigos. Iván González y Antonio Monreal entre ellos. Como llegamos temprano, nos situamos al pie del pedestal en el que cantaría Rita Guerrero. Una hilera de forzudos de seguridad, con lentes oscuros, ajustadas camisetas negras y brazos cruzados, nos separaba de la orilla del escenario.
Cuando el grupo salió y comenzó a tocar, en menos de un minuto nos llovía gente. A nuestras espaldas se había hecho un corrillo para los empujones de slam. Los empujones eran soportables, pero poco después varios de los asistentes hacían pie de ladrón para catapultar a otros sobre el escenario. Nos alejamos de inmediato. Sobre todo porque yo usaba lentes y como mi miopía era bastante acentuada, habría sido un serio inconveniente que se rompieran. Los mismos músicos comenzaron a peligrar. Los forzudos no se daban abasto rechazando gente que caía sobre ellos y algunos incluso terminaron con medio cuerpo encima del escenario.
Al término de la primera rola, Rita pidió a los asistentes bajarle para no lastimar a los músicos. Como no le hicieron mucho caso, se salió. Entonces Poncho Figueroa, el bajista y co-líder de la banda, se puso a tocar a frenéticamente el bajo. El baterista hizo lo propio, lo mismo que el guitarrista y el tecladista. La gente hizo el slam que quiso durante algunos minutos. Poncho preguntó: “¿Ya se cansaron?” Como no se habían cansado, lo hizo por algunos minutos más. Liberada la energía, entonces Rita regresó y el concierto siguió sin contratiempos.
De nuevo, rosas y veladoras sobre el escenario eran elementos simples pero efectivos para darle contenido y atmósfera a un escenario insulso. Pero quien convertía la ejecución de la estupenda música en algo visualmente impactante era Rita Guerrero, pues personificaba perfectamente una vampiresa, en concordancia con las letras inspiradas en las novelas de Anne Rice que la poeta Adriana Díaz Enciso había escrito para el grupo. En la pausa silenciosa entre una canción y otra, le grité a Rita a todo pulmón que era “la diosa de las sombras”. Toño siempre me hizo burla por eso. Pero nadie en el público se rió, o sea que por lo menos debió parecerles posible que Rita fuera algo como eso.
Y en efecto, Rita demostraba un dominio de recursos escénicos apabullante. Ojos casi saltones definidos por un marcado delineador negro, largas pestañas negras que abría y cerraba parsimoniosamente para mostrar su mirada felina a punto de caer sobre su presa. El cabello negro era rizado y se desplegaba enmarañado sobre los hombros, cubiertos por un delgado velo negro que Rita hacía ondear con el movimiento aleteante de sus blancos brazos desnudos frente al aire del ventilador. El vestido era rojo y entallado sin llegar a lo vulgar, ligeramente arriba de las rodillas. Medias de red negras, tacones altos. La iluminación de su rostro era angulosa, ya fuera que cayera del techo o ascendiera desde el suelo, marcando dramáticas sombras bajo sus cejas, en su barbilla y pómulos.
Rita Guerrero tuvo desde inicios de su carrera una voz educada que ninguna cantante de rock tenía, con un registro amplísimo que emulaba el estilo terrorífico de la cantante Diamanda Galas al cantar, por ejemplo, esa pieza instrumental y vocal de nombre Mírrota, incluida en el primer disco de Santa Sabina. Así, en esa voz, las letras de canciones como Sueño de agua (“sólo nos quedamos / con los sueños y la vida de almas”), Luz del mar (“Llévame señor de alma abismal / dame la luz del agua / Besa, hunde / mi cuerpo roto / astilla de ti) o Una canción para Louis (“Noche roja en sus ojos / Dios que duerme / desangrado”) cobraban una belleza brillante pero sombría, ejercían una seducción perturbadora.
En ese entonces ya aspiraba a escribir poesía, así que compuse un poema con su nombre y lo mandé por fax a las oficinas del grupo, con la secreta idea de que llamara su atención y me invitaran a ser letrista suyo. Tenía versos como “Tu voz reverbera transfigurada en mar negro” o “Los globos blancos de tus ojos (…) Penetran y trocan en espuma / las costillas de las olas” o “De la negra caverna de tu boca / salen versos hechos murciélagos. / Salen a prenderse de los aleros (…) de mis tímpanos”. El poema cerraba diciendo “Tu mirada es Luna, tu voz es viento. / Con ellos, en la noche gobiernas, / alzas y quiebras al éter voluptuoso.”
Afortunadamente, el tema de los vampiros no era el único en las letras e inquietudes del grupo. Sus dos primeros discos son mucho más variados que sólo ese tema literario ciertamente gótico y atractivo. El primer disco era en parte fruto de la música compuesta para el montaje de una obra de teatro experimental a partir de la novela América, de Franz Kafka. Lo mismo musicalizaba un texto de Jean Paul Sartre (“Labios mojados”) que contenía letras lúdicas como “Gasto de saliva” y “Chicles”, o bien algo así como un acto circense de terror (“Partido en tres”). Una de las mejores es “Azul casi morado”.
Por lo que respecta a Símbolos, con una portada estupenda que muestra un milagro (un corazón en sobrerrelieve), canciones como “Ajusco nevado” y “Estando aquí no estoy” refrescaban el tono existencialista de “Nos queremos morir”, “Símbolos” o “Insomnio”. Esta última tiene una atmósfera íntima que siempre intenté emular cuando escribía poemas para un poemario que se llamaría “Atmósferas nocturnas”, que no completé, pero que se convirtió en algunos de los poemas de mi libro En la pureza del azul. Es más, para mí varios de los poemas de En la pureza del azul debían poder leerse de madrugada, acompañados por la música de Kind of blue, de Miles Davis o Símbolos y, específicamente, “Insomnio”, de Santa Sabina.
Los años 90 fueron el auge de las presentaciones “unplugged” de MTV. Una banda como Santa Sabina, que no había salido del todo de la escena underground a pesar de que sus dos discos hubieran sido editados por un sub-sello (Culebra) de una disquera comercial (BMG) no estaba en la mira del canal de videos norteamericano, todavía. Pero hacer versiones acústicas de canciones de rock es una oportunidad que todo buen músico merece darse. Así que Santa Sabina grabó una presentación acústica en vivo, Concierto acústico (1994), grabado en El hábito – Bar de Coyoacán.
Yo no lo compré porque mi amigo Iván lo tenía. Lo grabé en una cinta. Es uno de los mejores discos de Santa Sabina. Por desgracia, la disquera lo sacó de circulación cuando posteriormente el grupo grabó un programa Unplugged, de MTV (1997). Sigue sin reeditarse desde ese entonces. El disco Santa Sabina Unplugged es bueno, pero Concierto acústico es todavía mejor. Es una lástima. Una ocasión en que Rita y Poncho fueron al ITAM a conversar con estudiantes en la explanada (no recuerdo para qué) le pregunté a Rita si creía que algún día lo reeditaran de nuevo. Me respondió que no lo sabía y me dijo que ni ella tenía una copia de ese disco, que si yo sí, le mandara una.
Hacerle una en cinta me pareció poco y nunca supe cómo hacer una transferencia a un CD. Eso lo logré mucho después, gracias a Lety, mi esposa, quien le pidió a Humberto … que hiciera el transfer en la cabina de Monitor, la estación de radio noticiosa en la que Lety entró a trabajar luego de graduarnos. Gracias a ese transfer, Concierto acústico sobrevive en un CD, en el disco duro de mi computadora y en el de mi ipod.
Esperé con ansia el siguiente disco de Santa Sabina y salí a comprarlo el mismo día en que salió. Comparé precios entre el tianguis de Pericoapa o el MixUp de Galerías Coapa y lo compré. Babel demostró que el grupo no repetía sus propias fórmulas, sino que la búsqueda constante era su motor para hacer una producción nueva. El álbum es como un retablo barroco, cada parte tiene una razón de ser y de estar en donde está. Es en parte la recreación del Paraíso perdido de Milton. Babel narra la historia del ángel caído, de la pérdida del paraíso y del anhelo fallido por recuperar la luz, por recobrar la perfección, por trascender a pesar de la muerte.
Babel es una joya, el álbum más conceptual de Santa Sabina, aunque no necesariamente el más intenso. Piezas instrumentales abren, dividen y cierran el disco. En su mayoría las letras son de Adriana Díaz Enciso, pero también hay algunas de Rita. También contribuyó con una letra Jordi Soler, quien fuera locutor y director de Rock 101, así como poeta y novelista. Los títulos de las canciones nos dan una idea de la historia que el disco va narrando: La risa de Dios, El reino perdido, Lamento, Babel, Los peces del viento, La garra, Los sueños, El camino es el deseo, Espejo, Olvido, El cielo, El ángel. Tuve un sueño, más que cancion es una lectura entreverada de tres poemas de igual número de poetas malditos (Baudelaire, Blake y Díaz Enciso), en sus idiomas originales (francés, inglés y español), que se acompaña de un fondo musical.
Santa Sabina nunca se convirtió en un grupo de rock comercial, a pesar de transmitirse sus videos por MTV, grabar un Unplugged, etcétera. Nunca perdieron el contacto con su público. Nunca fueron un grupo de presentaciones masivas, ni siquiera cuando se presentaron en el zócalo o en festivales de rock. No es de extrañar que los discos que siguieron fueran producciones independientes. Fue el caso de Mar adentro en la sangre (2000), Espiral (2003) o el álbum doble con DVD, en vivo, con motivo de su XV aniversario (2005).
En ellos siguieron la poesía y la experimentación musical, la incorporación de ritmos, instrumentos, sonidos. En Mar adentro en la sangre musicalizaron dos poemas de Xavier Villaurrutia (Soledad y Canción), ese extraordinario poeta y dramaturgo del grupo Contemporáneos. Hicieron su versión de Sueño con serpientes de Silvio Rodríguez. Letras de Díaz Enciso, Guerrero, Soler. El video para “La daga” estaba montado a la manera del filme alemán El gabinete del Dr. Caligari, de los años veinte. En Espiral compusieron un homenaje a María Sabina, glosaron el poema “Invitación al viaje” de Baudelaire, se inspiraron en el autor de ciencia ficción Philip K. Dick para escribir “En llamas”. Se incorporaron el cello, el clarinete, el saxofón, el cajón peruano, etc., ya presentes como invitados especiales a las presentaciones en vivo. Ritmos de jazz, el rechinido de un zaguán, y pedales para las guitarras. Los discos de esta época difieren de los dos primeros en el uso de sintetizadores, uno de los rasgos que más me gustan del primer Santa Sabina y por el cual me gusta tanto Concierto acústico, por trocar las partes del sintetizador en piano.
Leticia y yo fuimos al concierto de promoción de Mar adentro en la sangre en el Teatro de la ciudad, en Donceles casi esquina con Bolívar. No tuvo el encanto underground de esos primeros conciertos en galerones improvisados, para 200 personas, pero resultó un espectáculo visual y sonoro magnífico que hizo gala de los recursos del teatro, con ese ambiente afrancesado del siglo XIX que lo caracteriza.
Escribo para recordar, compartir y no olvidar todo esto. Porque con la noticia de la muerte de Rita reviven muchas experiencias fundamentales de mi vida. Poesía que he escrito y leído, música que he escuchado y ejecutado, literatura que me ha inspirado y a la que he aspirado cuando la he creado. Momentos de recogimiento conmigo mismo, de melancolía o ensoñación, en busca del camino que uno elige y quiere seguir.
Y si bien dejé de acompañar los proyectos individuales de los integrantes de Santa Sabina, una vez separados, como las grabaciones medievales y barrocas del Ensamble Galileo, o el montaje de obras de teatro, si bien hace mucho que dejé de escuchar a Santa Sabina con la frecuencia que solía, algo muy natural por cierto con cualquier música, saber que Rita ha muerto, a sus escasos 46 años, me hace ver que con su desaparición física se cierra definitivamente una etapa de mí mismo, ese espacio de comunión que una artista como ella y como sus compañeros músicos establecieron con tantas personas, entre ellas yo, a través de su arte.
Esa comunión afectiva y estética entre un artista y su público es una experiencia inigualable del ser humano. Es una parte de nuestra naturaleza humana, cultural. He mirado en la televisión la silueta amortajada de blanco, que yace sobre un túmulo rodeado de cirios, arropada por el decorado barroco y dorado de un coro, el de la Universidad del Claustro de Sor Juana, donde enseñaba canto. He visto a Poncho Figueroa y a Alejandro Otaola tocar sones con una jarana, con la voz quebrada y los ojos acuosos y tristes. He visto la multitud en la que quisiera haber estado acompañándola y, a la vez, en la que no quise estar por no dejar solas y tan lejos en la noche a mi esposa y a mi hija, que podría nacer en cualquier momento.
En lugar de eso me he quedado en casa escuchando esa música maravillosa, escribiendo estas líneas para velarla aunque sea desde aquí, escarbando en mis recuerdos para traerlos aquí, a un sitio en que no se pierdan, aún cuando sé que lo más probable es que sólo sean importantes para mí. Quizá a algunos les parezca extraño que lo haga, siendo que las estrellas de la música suelen estar muy alejadas de la vida cotidiana de quienes forman parte de su público. Pero no fue el caso de Rita Guerrero, porque ella, junto con sus compañeros de Santa Sabina, fue de esas artistas con quien uno puede conversar si se la encuentra por la calle. Su muerte es una tragedia, no por lo que pierde su público, pues ya nos dejó mucho, sino por lo que pierden su hijo de cinco años, su esposo, sus alumnos del Coro de la Universidad del Claustro de Sor Juana, quienes recibían su sabiduría y experiencia directamente. Una persona como Rita no debería morirse a los 46 años, cuando la causa de su muerte, el cáncer de mama, se puede prevenir.
Algunas personas piensan que la fuerza y la belleza del Requiem de Mozart se deben a que, no obstante haberlo compuesto como un encargo, Mozart sabía que componía su propia misa de muertos, pues ya estaba muy débil y enfermo. Rita no se consideró muerta en vida. He encontrado en internet fotos recientes de actuaciones teatrales suyas, ya con la cabeza sin pelo y sin cejas en el rostro debido a las quimioterapias.
Descubro un nuevo significado en los versos de El ángel, escritos por Adriana Díaz Enciso, canción que cierra el disco Babel. Sirvan a manera de epitafio, porque nos confirman la voluntad de trascendencia de todo artista, de todo ser humano, a través de la expresión de su individualidad, mediante su propia voz, la que transmite su pensar y su sentir respecto a lo que le representa vivir. Es la voz de Rita la que canta esto, que es una gran verdad:
Cuando ya no escuche más
gotas golpear en el cristal
esa risa caerá en mí.
(…)
Tuve miedo de morir
De perderme de la lluvia
Y su voz iluminó
El otro lado del jardín:
Esa lluvia no conoce el fin.
(…)
Un ángel dentro de mí
el fantasma vivo de mi voz.
Un ángel dentro de mí
se moja en la lluvia de mi voz.
Un ángel dentro de mí
va a guardar el eco de mi voz.
Un ángel dentro de mí
que no cree en la muerte de mi voz.
Gracias por todo Rita. Así será.
Comentarios
Un fuerte abrazo!
Esos años, nuestra adolescencia, estuvieron marcados por esta banda, por su música, sus letras. Es curioso, siento incluso que nuestra amistad se forjó en gran parte en torno a conciertos, presentaciones, compartir discos, etc. de la Santa Sabina.
Qué tal aquella vez que nos encontramos a Rita al final del concierto de Dead Can Dance y nos pusimos a platicar con ella? Uyy! no se me olvida!
Compartimos este luto César. Que su espíritu hecho música siga viajando, siga creando...
Esos años, nuestra adolescencia, estuvieron marcados por esta banda, por su música, sus letras. Es curioso, siento incluso que nuestra amistad se forjó en gran parte en torno a conciertos, presentaciones, compartir discos, etc. de la Santa Sabina.
Qué tal aquella vez que nos encontramos a Rita al final del concierto de Dead Can Dance y nos pusimos a platicar con ella? Uyy! no se me olvida!
Compartimos este luto César. Que su espíritu hecho música siga viajando, siga creando...
Esos años, nuestra adolescencia, estuvieron marcados por esta banda, por su música, sus letras. Es curioso, siento incluso que nuestra amistad se forjó en gran parte en torno a conciertos, presentaciones, compartir discos, etc. de la Santa Sabina.
Qué tal aquella vez que nos encontramos a Rita al final del concierto de Dead Can Dance y nos pusimos a platicar con ella? Uyy! no se me olvida!
Compartimos este luto César. Que su espíritu hecho música siga viajando, siga creando...
Y fíjate cómo se cierra el círculo, al terminar un concierto de Dead Can Dance, que resultó inmejorable, inolvidable, irrepetible, tú y yo nos encontramos a Rita y conversábamos con ella. No, no se olvida. Sí, cómo nos unen esas experiencias tan intensas.
Qué maravilla el poder de la comunicación, del internet, estar juntos en esto, tú en Costa Rica y yo acá. Tú de ese lado de la pantalla y yo en éste. Te mando un abrazo bien fuerte.