"Las librerías botica (son) uno de tantos obstáculos a la formación lectora a la que aspiramos, pero no el menor, pues de lo que se trata es de elegir entre un lector autómata y uno libre, entre uno que se desenvuelve como mero receptor y otro que dialoga y construye su conocimiento mediante la curiosidad, el asombro y la búsqueda deliberada."
Me complace compartir que mi "Diatriba contra las librerías botica" aparece publicado en el No. 11 (abril de 2010) de Justa, la revista electrónica de la editorial Jus.
Diatriba contra las librerías
“botica”
Este texto constituye una breve
pero necesaria diatriba contra las librerías “botica”. Califico de librería
“botica” a todo aquél expendio de libros que parte del supuesto de que el
cliente se “surte” de éstos como si fuesen medicinas registradas en “recetas
médicas”. Al igual que un paciente, el “medicamento”, en este caso el libro a
ser comprado, no es elegido por el cliente de estas librerías sino por alguien
más, habitualmente la maestra o maestro de la escuela.
En
consecuencia, la librería botica es de acervo cerrado al cliente. Es imposible
curiosear por sus estantes, mirar las portadas, leer las cuartas de forros u hojear
los libros porque la librería “botica” recibe a sus clientes con un largo
mostrador poblado de empleados que, al igual que en las farmacias, consultan la
base de datos para comprobar la existencia de ejemplares, dictan el precio y,
si el cliente está conforme, parten presurosos a buscar lo solicitado en los
laberínticos estantes de su misteriosa bodega.
La
descripción de esta forma de comprar libros no es meramente anecdótica ni el
capricho de alguien que gusta curiosear entre los libros, sino el punto de
partida para pensar qué clase de concepto de lectura las ha promovido,
sostenido y multiplicado durante tantas décadas y en diversos sitios de este
país.
Una
justificación posible sería que sólo los lectores maduros pueden obtener
provecho de las librerías de estantería abierta. Un lector maduro, gracias a
una apreciable cultura general en diversas materias del conocimiento, sería
capaz, en este supuesto, de navegar sin extraviarse en el amplio y vasto mundo
de la cultura escrita que se condensa con apreciable complejidad en las mesas y
libreros de una librería.
Una
vez que se hayan completado los ciclos de los programas de estudio de la
educación básica y aún secundaria (bachillerato), quizá en la Universidad,
toque a los estudiantes y eventuales lectores “maduros” iniciar su mayoría de
edad lectora. Mientras ese momento llega, si es que llega,[1] toca a
los educadores señalar a los lectores inmaduros qué leer. No sólo indicar, sino
especialmente exigir para la correcta presentación de un examen en el que los
estudiantes deberán demostrar que conocen el contenido del libro encomendado,
mas no que lo comprenden y mucho menos, que lo han reflexionado y ponderado.
Bueno,
pues este supuesto de la “madurez lectora”, sea consciente o inconsciente,
deliberado o fruto de la inercia, es absolutamente erróneo.
Porque
en mi experiencia, debo buena parte de mi educación a la libertad con que desde
niño me acerqué a los libros. Ya fuera en la biblioteca de la escuela primaria,
donde gozosamente leía durante los recreos todas las historietas de Mafalda o
de Ásterix y Óbelix que mi padre no podía comprarme, o bien durante las ferias
del libro infantil y juvenil que cada año frecuentábamos, en las ocasionales
visitas a las librerías de la Av. Miguel Ángel de Quevedo en la ciudad de
México, pero sobre todo, en los libreros de mi propia casa, la lectura fue
desde el principio un territorio abierto a mi curiosidad.
Cada
libro constituye una compleja madeja de relaciones con otros libros. Aún por el
simple criterio del orden alfabético o de la clasificación compartida (“literatura
latinoamericana”, “poesía”, etc.), buscar uno mismo el libro que uno quiere o
necesita es un ritual que invoca de inmediato la grata sorpresa del
descubrimiento inesperado.
Precisamente
por esa vastedad, constituye una gran alegría, un gran placer, descubrir el libro
que uno no estaba buscando (consciente, deliberadamente) pero que nos pertenece
en virtud de nuestros muy individuales y mutables intereses. Cuando a la
inquietud ociosa e inconfesada por algo, lo que sea, encontramos que alguien
más ocupó buena parte de su tiempo y experiencia en responder escribiendo un
libro sobre eso y otros más en publicarlo, reeditarlo, distribuirlo, hacerlo
llegar a nuestros ojos, somos presa de un estupendo gozo.
De
manera que de aquello que he leído a lo largo de mi vida, puedo afirmar que el
60, tal vez el 70% lo he hecho a partir de mis propias búsquedas en las
bibliotecas y las librerías. Que de lo que he aprendido, buena parte se debe a
la posibilidad de ejercer esta libertad sin mayor restricción que mi tiempo y
mi dinero. Porque aún sin poder comprar todo lo que uno quisiera leer, uno
aprende muchísimo curioseando entre libros y eso en sí mismo es ya una
retribución satisfactoria y fructífera. Y no faltará que más tarde uno le pida
prestado ese libro que no pudo comprar pero de cuya existencia se enteró en la
librería a un amigo que ya lo tenía cuando se lo mencionamos durante una
charla, o pidiéndolo en préstamo a la biblioteca escolar. Y viceversa.
La
educación más perdurable es la que se ejerce mediante las acciones que nuestros
próximos realizan y nosotros imitamos, es decir, la praxis. La educación que se
constriñe al mero discurso tiene un impacto mucho menor en nuestro
comportamiento. La existencia de las librerías “botica” reproduce una praxis
perniciosa al hábito de la lectura, pues lo que inculca es que el lector sólo compra
libros por mandato de alguien más, no por elección. Que es incapaz de decidir
apropiadamente por sí mismo, aunque lo intente. Que debe consultar a un experto
siempre que quiera leer algo. Que en materia de lectura, no existe su propio
criterio. Que debe aguardar a que otros le digan y le proporcionen qué leer.
No tengo nada
en contra de las boticas, los boticarios y las farmacias. Su forma de expender
los fármacos a sus clientes es fruto de las características propias de aquello
que venden y la forma en que se consume lo que venden. La crítica es a quienes
tratan a los libros como algo que no son. Una librería de estantería abierta no
es diferente a ninguna tienda de cualquier otro bien para el que la decisión de
compra recaiga directamente en los gustos y preferencias del consumidor, caso
opuesto al de las medicinas, que forzosamente hay que tomar si uno quiere
aliviarse. Así que iniciando por razones mercadotécnicas, ¡todas las librerías
deberían ser abiertas! Pero las librerías “botica” son en cambio “depósitos
mayoritarios” para “ventas minoritarias” de los libros de texto que el sistema
educativo demanda a sus usuarios en cantidades considerables y durante fechas
precisas, especialmente al inicio de cursos.
Los anteriores
no son los únicos argumentos en contra de las librerías “botica”. Existen
situaciones contextuales que hacen mucho más perniciosa su existencia y
perpetuidad. Las librerías en México son insuficientes si por suficiencia entendemos
la capacidad de que un ciudadano mexicano acceda a los libros por vía del
mercado y no de los libros de texto gratuitos que proporciona el Estado a las
escuelas públicas.
Según
lo propuesto por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina
y El Caribe (CERLALC), organismo internacional creado por la UNESCO y el
Gobierno de Colombia en 1984, librería es “un establecimiento mercantil de
libre acceso al público, de cualquier naturaleza jurídica, que se dedica
exclusiva o principalmente a la venta de libros”.
Bajo
ese criterio, según el Atlas de
Infraestructura Cultural, editado por única ocasión en 2003 por el Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA) y que se puede descargar
gratuitamente del sitio del Sistema de Información Cultural (http://sic.conaculta.gob.mx/), en
México existen tan sólo 1,146 librerías. En promedio hay una librería por cada
85,064 habitantes. Pero lo que más nos debe consternar es su inequitativa distribución
en el territorio. Las 1,146 librerías registradas en 2003 se concentran en
apenas el 5.44% de los municipios de México. El 94.66% de los municipios
restante no cuenta con una sola librería. En términos poblacionales (cotejando
la población que habita en municipios sin librerías) la mitad de los mexicanos
vive en municipios que no tiene una sola librería. Los estados “privilegiados”,
con la mejor relación librería/habitantes son el Distrito Federal, Querétaro,
Baja California Sur y Aguascalientes. Los más castigados en su posibilidad de
acceso al mercado del libro son Tlaxcala, Colima, Oaxaca y Chiapas.
La
situación anterior explica, en parte, la correlación entre distribución
territorial de las librerías y los índices de lectura. Según la Encuesta Nacional
de Lectura, realizada en 2005 y publicada por el CONACULTA en 2006 (también
disponible en http://sic.conaculta.gob.mx/),
quienes se consideran a sí mismos lectores en el país son jóvenes (hombres y
mujeres por igual) entre 18 y 22 años (69.7%), con estudios universitarios
(76.6%) o de nivel socioeconómico medio (79.2%). Los índices de lectura más
altos se encuentran en municipios con más de 500 mil habitantes (65.3%) y en el
Distrito Federal (81.6%). Los más bajos, en los municipios de entre 2,500 y 15
mil habitantes (36.3%) y en las regiones centro-occidente (51%) y sur (47.3%)
del país.
El 45.7% de
quienes se consideran lectores afirma que la mayor parte de los libros que ha
leído han sido comprados y de éstos, el 85.7% fueron adquiridos en una
librería. Librerías hay muy pocas. La mitad sólo cuentan con un punto de venta
(no son parte de una cadena). Si son especializadas, predominan las religiosas,
esotéricas, jurídicas, de libros médicos o técnicos. Los libros que más se leen
son los escolares (32.5%), seguidos de las novelas, los libros de historia y de
autosuperación (23.3%, 22.7% y 19.7%).
De ahí que el
concepto de librería “botica” con el que se desenvuelven muchas de ellas en su
relación con los clientes, incluyendo el caso de algunas cadenas de librerías
más o menos extendidas, debe ser erradicado. Es uno de tantos obstáculos a la
formación lectora a la que aspiramos, pero no el menor, pues de lo que se trata
es de elegir entre un lector autómata y uno libre, entre uno que se desenvuelve
como mero receptor y otro que dialoga y construye su conocimiento mediante la
curiosidad, el asombro y la búsqueda deliberada.~
Octubre de 2009.
[1] En México el 95.1% de la
población entre 6 y 12 años asiste a la escuela primaria y el 94.2% de la
población entre 13 y 15 años a la escuela secundaria, pero sólo el 60.9% de los
adolescentes entre 15 y 18 años cursa el bachillerato y apenas un 25% de los
jóvenes entre 19 y 23 años asiste a la universidad (incluyendo posgrado).
Fuente: Sistema Educativo de los Estados
Unidos Mexicanos. Principales Cifras. Ciclo escolar 2007-2008. Secretaría
de Educación Pública, México, 2007, 242 pp.
Comentarios