La letra de Time nos lo recuerda, nos lo advierte: el tiempo pasa aprisa. No lo espera a uno. Cuando vino Pink Floyd a México yo cursaba la preparatoria. Como en ese entonces no tenía dinero, me excusé pensando que ya vendrían luego, al fin que ahora todos los grupos, nuevos y viejos, incluían a nuestro país en el itinerario de sus giras, digamos, más o menos cada tres años, pensé. Y así, con esa imperdonable desidia, pasé a otra cosa. Diez años después Pink Floyd no ha vuelto y ya comienzo a dudar de que lo haga.
Algo semejante me pasó con U2. A ellos sí los vi en el Palacio de los Deportes. Eran los tiempos del Zoo TV Tour (1993). No regresaron con Zooropa pero sí con el PopMart Tour. Un exceso aún mayor que la gira precedente: un arco de MacDonald's, la pantalla más grande del mundo, los U2 disfrazados como los Village People y en el antipático Foro Sol. Desdeñé ese concierto. Entonces ocurrió el desagradable incidente entre los hijos de Zedillo y los guardaespaldas del grupo. Fueron ocho largos años rogando su perdón para que volvieran y, cuando finalmente lo hicieron, motivos de trabajo, estos sí insoslayables, me impidieron verlos. No estuve en México en esas fechas. La próxima gira tendré que ir a buscarlos antes de esperar a que ellos vengan.
Luego de este penoso antecedente, el concierto de Roger Waters (otra vez, en el insoportable Foro Sol del que ya me quejaré después) me ha reconciliado con la historia. Waters abrió con algunas canciones de The Wall (lugar común que a nadie importó). Luego de tres piezas de ese disco, Waters regresó a los sesentas, a esa psicodelia que enloquecía a más de un aficionado al LSD, como para recordarle a la audiencia qué tan lejos se extiende su impronta en las raíces del siglo pasado.
Pero la magia comenzó a partir de que los teclados se deslizaban cálidamente por la suave melodía de Shine on your crazy diamond, pues detrás del escenario, en el horizonte nocturno, una luna inmensa y de color dorado, completamente llena, comenzaba a asomar por la silueta de un cerro. Y así, mientras la letra describía la lúcida locura de Syd Barret, a quien fue dedicado el LP Wish you were here al cual pertenece esta pieza, la luna se alzó en el bajo firmamento, brillante y anaranjada como un diamante enloquecido.
Lo que siguíó podrán leerlo más o menos en los periódicos. La primera parte del concierto continuó con selecciones de The final cut y tres canciones solistas. Cerró con la música de Animals, cerdo volador incluido, con una leyenda en el costado que el público agradeció con aplausos de pie y que decía más o menos: "Bush, destruye el muro en la frontera". El rosado cerdo se fue volando hacia un cielo profundamente oscuro, limpio de nubes y de estrellas, habitado únicamente por una solitaria luna llena.
En la segunda parte, la interpretación del Dark side of the Moon fue impecable, cada frase del requinto reproducida fielmente al igual que el solo de la voz en The great gig in the sky, lo que agostó la sed del público por escuchar completamente en vivo un disco con tan casi inalcanzable envergadura en la historia del rock.
Soy enemigo de pedir una canción más cuando un concierto es redondo y cierra de la mejor manera. Yo estaba dispuesto a marcharme al terminar Eclipse, pero las luces no se encendieron y Waters volvió al escenario acompañado por un coro de niños para interpretar Another brick in the Wall Part II. Este final no me hizo mucha gracia. Afortunadamente no se detuvo ahí sino que siguió con Vera, una canción de The Wall que me gusta mucho y que no pensé escuchar en vivo por ser poco comercial, si se me permite ese término, para cerrar con Confortably numb. Sólo una canción de ese calibre podía convertirse en un nuevo clímax para cerrar, ahora sí, el concierto.
De vuelta a casa, Leticia y yo encontramos el metro cerrado, hubimos de volver sobre nuestros pasos en busca de un taxi vacío que demoró una hora para devolvernos a casa, nos cobró caro y cuya parsimonioso paso a esas horas de la madrugada nos salvó de un imprudente Jetta que hizo un trompo impresionante para salvarse milagrosamente de la muerte, metros adelante de nosotros, en Tlalpan Sur.
Una noche inolvidable.
Algo semejante me pasó con U2. A ellos sí los vi en el Palacio de los Deportes. Eran los tiempos del Zoo TV Tour (1993). No regresaron con Zooropa pero sí con el PopMart Tour. Un exceso aún mayor que la gira precedente: un arco de MacDonald's, la pantalla más grande del mundo, los U2 disfrazados como los Village People y en el antipático Foro Sol. Desdeñé ese concierto. Entonces ocurrió el desagradable incidente entre los hijos de Zedillo y los guardaespaldas del grupo. Fueron ocho largos años rogando su perdón para que volvieran y, cuando finalmente lo hicieron, motivos de trabajo, estos sí insoslayables, me impidieron verlos. No estuve en México en esas fechas. La próxima gira tendré que ir a buscarlos antes de esperar a que ellos vengan.
Luego de este penoso antecedente, el concierto de Roger Waters (otra vez, en el insoportable Foro Sol del que ya me quejaré después) me ha reconciliado con la historia. Waters abrió con algunas canciones de The Wall (lugar común que a nadie importó). Luego de tres piezas de ese disco, Waters regresó a los sesentas, a esa psicodelia que enloquecía a más de un aficionado al LSD, como para recordarle a la audiencia qué tan lejos se extiende su impronta en las raíces del siglo pasado.
Pero la magia comenzó a partir de que los teclados se deslizaban cálidamente por la suave melodía de Shine on your crazy diamond, pues detrás del escenario, en el horizonte nocturno, una luna inmensa y de color dorado, completamente llena, comenzaba a asomar por la silueta de un cerro. Y así, mientras la letra describía la lúcida locura de Syd Barret, a quien fue dedicado el LP Wish you were here al cual pertenece esta pieza, la luna se alzó en el bajo firmamento, brillante y anaranjada como un diamante enloquecido.
Lo que siguíó podrán leerlo más o menos en los periódicos. La primera parte del concierto continuó con selecciones de The final cut y tres canciones solistas. Cerró con la música de Animals, cerdo volador incluido, con una leyenda en el costado que el público agradeció con aplausos de pie y que decía más o menos: "Bush, destruye el muro en la frontera". El rosado cerdo se fue volando hacia un cielo profundamente oscuro, limpio de nubes y de estrellas, habitado únicamente por una solitaria luna llena.
En la segunda parte, la interpretación del Dark side of the Moon fue impecable, cada frase del requinto reproducida fielmente al igual que el solo de la voz en The great gig in the sky, lo que agostó la sed del público por escuchar completamente en vivo un disco con tan casi inalcanzable envergadura en la historia del rock.
Soy enemigo de pedir una canción más cuando un concierto es redondo y cierra de la mejor manera. Yo estaba dispuesto a marcharme al terminar Eclipse, pero las luces no se encendieron y Waters volvió al escenario acompañado por un coro de niños para interpretar Another brick in the Wall Part II. Este final no me hizo mucha gracia. Afortunadamente no se detuvo ahí sino que siguió con Vera, una canción de The Wall que me gusta mucho y que no pensé escuchar en vivo por ser poco comercial, si se me permite ese término, para cerrar con Confortably numb. Sólo una canción de ese calibre podía convertirse en un nuevo clímax para cerrar, ahora sí, el concierto.
De vuelta a casa, Leticia y yo encontramos el metro cerrado, hubimos de volver sobre nuestros pasos en busca de un taxi vacío que demoró una hora para devolvernos a casa, nos cobró caro y cuya parsimonioso paso a esas horas de la madrugada nos salvó de un imprudente Jetta que hizo un trompo impresionante para salvarse milagrosamente de la muerte, metros adelante de nosotros, en Tlalpan Sur.
Una noche inolvidable.
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