El 24 de febrero de 2022 la revista Este País me publicó el siguiente artículo, que reproduzco a continuación:
30 años de Unión Europea
Por César Guerrero Arellano
Este año se conmemoró el 30 aniversario del Tratado de Maastricht, mediante el cual la Comunidad Económica Europea se convirtió en la Unión Europea. En este texto, César Guerrero Arellano hace un puntual recorrido por los aspectos más relevantes del Tratado.
Stefan Zweig escribió en El mundo de ayer (1944), su autobiografía póstuma: “Nuestra época vive demasiado intensamente y demasiado deprisa como para guardar memoria de las cosas”. Esta afirmación del escritor austríaco sigue vigente. El pasado 7 de febrero transcurrió con discreción, casi desapercibido, el 30 aniversario de la firma en Maastricht, Holanda, del Tratado de la Unión Europea (TUE). No hubo actos conmemorativos de autoridades nacionales ni una nota de prensa oficial de la Unión Europea (UE), sino tuits institucionales y breves notas de rutina en medios europeos.
Quizá esa relativa indiferencia se deba a que la UE es percibida, por jóvenes y buena parte de las personas adultas en torno a los 40 años, como parte del paisaje. Cuando tuvimos madurez para ser conscientes de su existencia ya estaba ahí; si se piensa en el proceso de integración completo, éste alcanza la edad de jubilación: 65 años desde la firma de los Tratados de Roma (1957).
Además, el advenimiento de la UE en 1992 resulta algo bastante más estable y constante en nuestras vidas que todo lo demás. El recuerdo de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la conmemoración del V Centenario del encuentro entre Europa y América —dos de los grandes acontecimientos de ese año— pervive en imágenes analógicas, no digitales: pertenece al siglo pasado.
En cambio, el presente tiene fija su atención en la persistencia de la pandemia por la Covid-19 y, sobre todo, en que un conflicto bélico sobre Ucrania implique que los países de Europa central y del Este, Alemania entre ellos, se vean privados del gas natural que Rusia les suministra. Tal amenaza a la paz se fundamenta en la interpretación del Presidente de Rusia sobre lo que deberían ser las fronteras “naturales” de su país, no sólo según las que tuvo la URSS, sino incluso como las tuvo el extinto imperio ruso.
Pese a todo, nuestros apremios contemporáneos no son tan ajenos al pasado ni a ciertas efemérides. El desarrollo de la integración europea es muy valioso para las personas en todo el mundo, no sólo para los europeos. Por eso, vale la pena dedicar algunas líneas a los aspectos más relevantes del Tratado de Maastricht.
Su origen
Europa comenzó a integrarse en un contexto de reconstrucción de posguerra y de división bipolar entre EUA y la URSS. Los seis fundadores del proceso fueron Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos —tres países pequeños— y Alemania, Francia e Italia —tres países medianos—. Para asegurar la paz entre sí, constituyeron tres ámbitos de integración: producir conjuntamente carbón y acero (Tratado de París, 1951) y energía atómica con fines pacíficos (Tratado de Roma, 1957). De ese modo, les sería imposible producir armas a espaldas de los demás.
Asimismo, aspiraron a que sus economías funcionaran como un solo mercado. Desde entonces, se dotaron de instituciones supranacionales y de espacios y criterios intergubernamentales para la toma de decisiones. Fue, por lo tanto, una ruta bajo premisas muy distintas a las que los sumieron en la devastación de la guerra.
Al momento de firmar el Tratado de la UE, el número de miembros de lo que entonces era la Comunidad Económica Europea (CEE) se había duplicado con la incorporación de Dinamarca, Irlanda y Reino Unido (1973) y, superadas sus respectivas dictaduras, con la de Grecia (1981), España y Portugal (1986). En cuanto a sus espacios de integración, habían desarrollado una Política Agrícola Común (1962), consolidado un mercado único de bienes (1969), realizado elecciones directas para el Parlamento Europeo (1979), suprimido las fronteras interiores (Acuerdo de Schengen, 1985), adoptado una bandera y un himno europeos (1986), y ampliado las libertades económicas a servicios, personas y capitales (1992).
Su contexto y contenido
La firma del Tratado de la Unión Europea ocurría en el ocaso de la Guerra Fría: dos años después de la caída del muro de Berlín (1989) y tan sólo dos meses después de que la URSS se hubiera disuelto definitivamente. Su texto tenía tres “pilares”. En el económico, se ambicionaba llevar la supranacionalidad más allá de algunos sectores técnicos: la creación del euro en sustitución de las monedas nacionales.
Los otros dos pilares corresponden al ámbito político. En lo exterior, con una Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) dotada de un Alto Representante diplomático. En lo interior, mediante la cooperación en el ámbito de la justicia para combatir al terrorismo, el crimen organizado, controlar las fronteras exteriores y contar con una política común de inmigración y asilo. Su instrumento fue la creación de la Europol.
El Tratado buscó disminuir el déficit de representación directa entre los ciudadanos y el proceso de integración europeo. Si bien los eurodiputados eran electos directamente desde 1979, fue a partir de Maastricht que el Parlamento Europeo adquirió la facultad de colegislar con la Comisión Europea así como la de nombrar a todos los altos funcionarios de ésta. Adicionalmente, se introdujo por primera vez el concepto de “ciudadanía europea”; esta otorga el derecho de viajar y residir con libertad en cualquier país miembro, el de votar y ser votado en el lugar de residencia sin importar la nacionalidad, o de recibir asistencia diplomática y consular por parte de embajadas y consulados de cualquier Estado miembro en el extranjero.
La ratificación del TUE fue plena aunque pareció vacilar en dos momentos, alentando el euroescepticismo. El primer país en pronunciarse fue Dinamarca, con un referéndum donde el “sí” se impuso por sólo 50 mil votos. Le siguió Irlanda, cuyo referéndum contrastó por su entusiasmo: 68.7% de votos a favor.
El proceso avanzó en países fundadores y en los más recientemente adheridos. En Francia, el presidente Mitterrand optó por un referéndum donde el “sí” apenas superó la prueba, con 51.4% de los sufragios. En Alemania, el Bundestag se pronunció con 543 votos a favor sobre 17 en contra y 8 abstenciones. En la Cámara de los Comunes británica se expresaron 292 votos a favor, frente a 112 en contra. Disipados los sustos, el Tratado entró en vigor el 2 de noviembre de 1993.
Los avances
Luego del Tratado de Maastricht, la UE siguió siendo una entidad a la que muchos querían pertenecer. En 1995, se incorporaron Austria, Finlandia y Suecia, países de renta superior al promedio. Ese año comenzó a operar una agencia crucial para enfrentar la actual pandemia: la Agencia Europea de Medicamentos. Gracias a ella, la autorización de una vacuna es válida en todos los países miembros.
En 2004, se incorporaron diez más, principalmente tras la caída de los regímenes bajo la órbita soviética: Estonia, Letonia y Lituania —pequeños países bálticos vecinos de Rusia—, las industriales Chequia y Eslovaquia, Eslovenia —vecina de Austria e Italia— y Hungría. En el Mediterráneo próximo a Turquía y Medio Oriente, se sumaron Chipre y Malta.
Polonia destaca por su vecindad con Alemania y también por ser el país más poblado: hoy tiene 38 millones de habitantes, como Canadá. Nuevas incorporaciones de expaíses socialistas serían Bulgaria y Rumania (2007) y Croacia (2013); con esto se alcanzó un máximo de 28 Estados miembros. Aún tras el Brexit (2020), el conjunto de 27 países suma hoy 446 millones de habitantes, muy cerca de los 478 de América del Norte y constituye la tercera economía del mundo, detrás de EUA y China.
Los contrastes y los límites
La UE es influyente en el mundo por la envergadura de algunas variables tradicionales, pero lo es más por sus instituciones y valores. Anu Bradford, académica de la Universidad de Columbia, acuñó el término “efecto Bruselas”, con base en sus investigaciones sobre el alcance que en una economía globalizada tienen diversas legislaciones europeas sobre el modo de operar de empresas y capitales de todo el mundo para la producción de bienes y servicios. Ninguna empresa global puede ser indiferente al mercado comunitario por su alto poder adquisitivo. El efecto es una externalidad positiva de los valores e instituciones que sostienen su integración, más que un objetivo deliberado.
En el Libro Blanco sobre el futuro de Europa (2017), la Comisión Europea destacó que la UE es el mayor donante de ayuda del mundo (56% en 2015), el euro la segunda moneda más utilizada (30% en 2017) y que su diplomacia fue crucial para adoptar el Acuerdo de París sobre cambio climático. Sin embargo, también reconoció que continúa menguando el peso relativo de su población y economía (6% y 22% en 2015).
No es de esperar que la integración europea signifique compensar tal panorama al actuar como una potencia frente a quienes la desafían. Su ruta es otra: sus empresas poseen el 40% de las patentes de energías renovables y, ante el impacto económico de la pandemia, en 2019 acordó por primera vez en la historia emitir deuda internacional por 750 mil millones de euros para financiar la transición a una economía verde y digital en los próximos años.
Tampoco debe juzgarse el progreso de la UE de manera lineal, como “más” o “menos” Europa según su ampliación o profundización. En la práctica es un proceso arborescente, en el que unos van más lejos que otros y de distinto modo, junto con tensiones y contradicciones. Su evolución se ha plasmado en los tratados subsiguientes: Ámsterdam (1999), Niza (2000) y Lisboa (2007).
Coda
En el prefacio a su autobiografía, Zweig escribió: “Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso [el Austro-húngaro] […] pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro […] También he perdido mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi corazón, Europa, a partir del momento en que ésta se ha suicidado desgarrándose en dos guerras fratricidas”.
Exiliado en Petrópolis, que en el siglo XIX fue capital imperial de Brasil, Zweig se envenenó el 22 de febrero de 1942 (hace 80 años). En una de las cartas que dejó escritas expresó que a los 60 años no sentía fuerzas para reconstruir su vida tras peregrinar sin patria por tanto tiempo y sabiendo que los nazis habían ocupado “la tierra donde se habla mi lengua”. El 30 aniversario del Tratado de Maastricht resulta, por ende, mucho más importante que un acto oficial. Es un motivo para asimilar que, gracias a la integración europea, sus miembros han logrado 70 años de paz, superando agravios terribles. Y para reconocer que sus fundamentos, aunque profundos, nunca deben darse por sentado.
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