(Ediciones La Rana-Cosa de Muñecas Editorial, México, 2015, 70 pp. | Prólogo de Juan Domingo Argüelles. Ilustraciones de Claudio Isaac).
¿Cuál es la materia de la literatura? ¿De qué está hecha? En una primera respuesta, impulsiva, inmediata, quizá responderíamos que de sus historias, de sus personajes, de las emociones que producen en nosotros. Pero estaríamos equivocados, porque ninguno de ellos es exclusivo de la literatura.
¿Cuál es la materia de la literatura? ¿De qué está hecha? En una primera respuesta, impulsiva, inmediata, quizá responderíamos que de sus historias, de sus personajes, de las emociones que producen en nosotros. Pero estaríamos equivocados, porque ninguno de ellos es exclusivo de la literatura.
Con la mera
exposición de imágenes, el cine nos presenta personajes, desarrolla una
historia y genera sentimientos en los espectadores. Frente a la parquedad del
libreto, la representación dramática, el montaje de la obra de teatro, nos
ofrece una experiencia inmensamente más detallada de lo que en el papel es
apenas un esbozo. Así podríamos seguir con la danza, la escultura o el cómic.
Si lo
pensamos un poco mejor, nos percatamos de que la obra artística no depende del
tema que se retrata, sino de cómo lo retrata. Y en el caso de la literatura, su
materia de trabajo es el lenguaje.
Compás de cuatro tiempos, de
Ignacio Ortiz Monasterio, es un digno ejemplo de lo anterior. Escrito con el
esmero del orfebre, estos cuatro textos no pertenecen a un género habitual en
las presentaciones de libros, como la novela o el cuento. Dado lo anterior, se
dirá que son autobiográficos, pero tampoco nos narran la vida de su autor. Son
apenas episodios que nos dan una idea vaga, en todo caso, de su vida.
Este es un
libro de autorretratos verbales. No más, pero tampoco menos.
La afinada
pluma de Ortiz Monasterio es digno ejemplo de los matices de observación e
introspección que nos permite el lenguaje. En este caso, para retratarse a sí
mismo. En algunos de estos textos, lo hace de manera tangencial. Como cuando fijamos
el reflejo de una persona en el vidrio de un escaparate. Al concentrar su
mirada en el automóvil, en la perrita Tacha, en el colibrí Ch”””, es decir, en
tres de los cuatro textos, vemos a Ignacio como a un personaje secundario, como
a un extra o incluso, como un cameo.
La mirada
de Ignacio Ortiz Monasterio sobre estos episodios de su vida no es una sola,
sino cuatro. No sólo porque corresponden a cuatro momentos considerablemente
separados en el tiempo: del accidente épico de su desvencijado automóvil de
estudiante universitario al ensayo de la paternidad con que los recién casados
adoptan a un colibrí en su casa, en previsión de lo que habrá de venir (sus
propios hijos).
En medio
vemos al hombre que por primera vez se ve confrontado con el silencio y la
soledad, siendo estudiante de posgrado en el extranjero, o la agonía de la
perrita de su madre, que es a la vez un desprendimiento del hogar familiar.
Cada
episodio, diremos “biográfico”, es en realidad un autorretrato verbal. Y a cada
uno corresponde un tratamiento, un tono, distintos.
En estas
miniaturas literarias, en las que Ortiz Monasterio se observa a sí mismo como a
un personaje, el lenguaje le sirve para exponer ciertos episodios, desentrañarlos
a través de su expresión verbal y descubrir la belleza de los pequeños
detalles, conocerse o reconocerse en el profundo sentido de ciertas sutilezas. La
literatura no está en lo narrado, sino el arte, en el oficio con que está
trabajada su materia.
Cada
autorretrato tiene, además, un tono y un punto de vista específicos. La ironía con
que Nacho describe su Datsun 82 “en perfecto estado de descomposición”, sus
“espasmódicos limpiadores” y sobre todo, su difroster “Vaporel”, es la misma
con que podría describirse a sí mismo el adulto que recuerda sus torpezas
adolescentes. El auto es una extensión de esa precariedad juvenil, material e
inmaterial, que hace quedar mal a su conductor con las pasajeras “petite” a las
que concedió aventón.
Muy
distinto resulta el esfuerzo de definir la extrañeza de la soledad,
experimentada por primera vez con toda su contundencia durante un periodo de
vida. “Desde niño había tendido a la negación del yo, del mío y el de otras
personas. Mi ego estaba desterrado, relegado a un oscuro recinto”.
Aislado de
la sociedad marcadamente gregaria y del núcleo familiar tradicional, en un
pequeño departamento de Malden, Massachussets, sin ninguna necesidad de salir a
la Universidad entre la noche del miércoles y la tarde del lunes siguiente,
Ortiz Monasterio descubre, no sin harto esfuerzo, extrañeza e inquietud, que
“ese periodo de soledad y ansiedad en espiral me puso de frente y desnudamente,
sin medio de protección ni ruta de evasión alguna, ante mi más básica
individualidad”.
Los
siguientes dos textos, tienen en común la empatía ante un ser vivo frágil que
se despide de, o se incorpora a, la vida familiar. En ellos, el centro de
atención son el perro o el colibrí, pero esa mirada nos revela tanto sobre el
observado como sobre el observador y, de hecho, especialmente sobre éste
último.
La
descripción minuciosa de las rutinas modestas de Tacha, la intimidad de sus
gestos (“Sólo entonces regresaban sus orejas, que en los perros son los espejos
del alma, a una posición serena”), son una extensión de las rutinas y el
carácter de las personas que integran el hogar en que habita la pequeña perra.
Una mínima e incompleta pero evocadora aproximación a la personalidad de sus
miembros, en particular de la madre, en torno a quien giró la vida de la ex -
perra callejera:
Lo suyo era el
apego, y apenas le dieron las fuerzas comenzó a seguir a Antonia a todos lados.
Muy pronto se había vuelto una prolongación de su figura, un aspecto más de su
presencia.
Así, de ese
inventario de lo que era y hacía Tacha, se llega a la precisión con que se
advierten señales tan modestas y elocuentes como ésta:
Signo de
agonía fue, en los días terminales, que ya no quisiera leche, otrora objeto
central de su apetito.
La cálida
descripción del perro contrasta con la distancia evidente con que se recibe y
se describe al colibrí que llegó al departamento de los recién casados. Una
inesperada y diminuta responsabilidad que al hombre de la casa se le impone con
la contundencia de su presencia, que se termina aceptando, que no se eligió y
que resulta incómoda. “¿Qué vamos a hacer con él”, es la pregunta de I””” a
B”””.
Al mirarlo,
no se le reconoce siquiera la condición de ser vivo, sino de cosa, de basura:
El pelambre
oscuro estaba en un rincón de la caja, sobre un paño. No se movía.
De
inmediato hay que proveerlo de alimento, usar un gotero, encender una lámpara,
adaptar una caja de cartón. Luego es necesaria una consulta al veterinario,
dejarlo encargado, preguntar por él. La casa se llena de moscos de fruta,
porque son “nutritivos”. Ramitas con musgo pueblan la mesa, luego una
habitación de la casa. El polluelo hace leves progresos y la madre sustituta se
emociona con ellos.
Al salir de
su cuarto por vez primera, la descripción del polluelo es menos dura: “Una bola
plumífera y oscura, quizás un poco más densa y aliñada; el ojo negro…” -ya se
describe un rasgo animal, el ojo- “…con un brillo semicircular, y el pico
anaranjado, en posición ascendente y levemente torcido”. Nótese que el adjetivo
respecto del pico no es “curvo”, sino “torcido”, que no sólo lo describe sino
que le añade un sesgo desconfiable, negativo.
El
crecimiento del ave pasa muy rápido y no falta mucho para que deba prepararse
su partida, libre de la domesticación inútil. El departamento pierde su
condición de incubadora. La pareja también. En apenas unas semanas, el colibrí
ha madurado y sus padres humanos con él. Lo ven partir. Y lo añoran. Como los
padres a sus hijos adultos, a quienes ya sólo ven de vez en cuando.
El colibrí
les ha dado un tráiler del ciclo vital que para B””” e I”””, está por venir.
*
¿Qué es un
compás? Es el fragmento más pequeño en el cual la música es. En él se asienta el ritmo, el tono, el matiz, de la obra
musical. Es algo más que un íncipit.
Este compás
de cuatro tiempos es el estreno, el atisbo inicial de la obra por venir. En él
encontramos el ritmo, el tono, la identidad de su autor. Todo aquello de lo que
Ignacio Ortiz Monasterio, su autor, es capaz con unas cuantas páginas
cuidadosamente escritas, pero integradas ya en una unidad, con título y pastas
que lo sostienen.
El primer
libro.
Enhorabuena
por él y por quienes lo hemos leído y lo leerán.
César Guerrero.
Texto leído el 11 de noviembre de 2015 durante la presentación de Compás de cuatro tiempos, de Ignacio Ortiz Monasterio, Centro Cultural Chapultepec, ciudad de México.
De izq. a der.: Fernando Fernández, César Guerrero, Ignacio Ortiz Monasterio, Malena Mijares y Pablo Boullosa.
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