Este mes Bob Dylan visita México. Con 71 años a cuestas y 50 de la publicación de su primer álbum, se presentará en Monterrey (lunes 7), Guadalajara (miércoles 9), y la ciudad de México (viernes 11 y sábado 12).
Por tal motivo y a partir de la exposición que se inauguró en París en marzo de este año para conmemorar medio siglo de extraordinaria carrera, en el número 80 del suplemento de cultura de la revista EstePaís (mayo de 2012) se publica mi artículo sobre Dylan. Hélo aquí:
LA EXPLOSIÓN ROCK DE BOB DYLAN
Por César Guerrero Arellano
Well, I try my best
To be just like I am
But everybody wants you
To be just like them.
“Maggie’s Farm” (1965), Bob Dylan.
A Miguel Ángel Guerrero, por sembrar la Dylanofilia en mí.
En el contexto de los cincuenta años de carrera de Bob Dylan (contados a partir de la publicación de su primer disco, el 19 de marzo de 1962), la Cité de la Musique encomendó montar una exposición sobre los orígenes del músico a Robert Santelli, director del Grammy Museum de Los Ángeles. Como resultado, el 6 de marzo de 2012 se inauguró en París la exposición “Bob Dylan, L’explosion rock 61-66”, que permanecerá montada hasta el 15 de julio de 2012.
Ya sea por su longevidad o su prolijidad (58 discos que suman 60 millones de copias vendidas y contienen poco más de 500 canciones), pero sobre todo por su compleja originalidad y su profundidad, no es nada sencillo asimilar la carrera de Bob Dylan. Por esto último es por donde valía la pena comenzar y así lo hizo Santelli. Entre 1961 y 1966, es decir entre los diecinueve y los veintiséis años, Dylan grabó siete álbumes muy distintos entre sí, una vertiginosa producción que modificó el rumbo de la música popular y en la que se encierra una carrera completa.
¿Cómo fue ese periodo? ¿Quién era ese joven judío que llegó a Nueva York en enero de 1961 tras desertar de la Universidad de Minnesota y que en noviembre de ese mismo año comenzaba a grabar su primer álbum bajo la tutela del productor de Columbia, John Hammond, el mismo que había revelado al mundo a Billie Holiday y Aretha Franklin? ¿Cómo fue que tras haber conseguido ser la más grande estrella del folk, bajo el ala protectora de Joan Baez y el reconocimiento de Pete Seeger, tras haber compuesto los himnos trascendentales de los movimientos anti-bélicos y anti-racistas de los años sesenta, luego de haber cantado “Only a pawn in their game” frente a 300 mil personas en el mitin por los derechos civiles de Washington, en el que Martin Luther King pronunció su histórico discurso “I have a dream” (28 de agosto de 1963), cambió su guitarra acústica por una eléctrica y sus camisas de algodón gastado por una apariencia de poeta beatnik de San Francisco, una enorme melena rizada y unos Ray Ban Wayfarer para darle madurez al rock and roll con sus letras cargadas de poesía?
Motivado por la visita a esa exposición, este texto es una invitación a hacer un recorrido por el origen y consolidación artística de Dylan.
“Boy from the North Country”
Robert Allen Zimmerman nació el 24 de mayo de 1941 en Duluth, Minnesota, una pequeña ciudad minera en la ribera del Lago Superior. Sus abuelos paternos eran de Odessa, Ucrania y huyeron con sus tres hijos a Estados Unidos luego de la matanza antisemita que zaristas infligieron a la ciudad en 1905. Sus abuelos maternos, también judíos, provenían de Lituania y se establecieron en Hibbing, cerca de Duluth. Tanto Abram, el padre de Dylan, como Beatrice, su madre, nacieron en EU. Se casaron el 10 de junio 1934, cuando él tenía veintidós y ella diecinueve años. Seis años después nacía su primogénito. Recibió el nombre hebreo de Shabtai Zisel ben Avraham, pero para el resto del mundo fue Robert Allen.
Al pequeño Bobby Zimmerman le gustaba la música desde los cuatro años, como a cualquier niño a quien se le enseña un poco para entretener a los adultos. Tanto en la familia paterna como en la materna había gusto por la música, Abe tocaba el violín y Betty el piano. Bobby exigía silencio pateando el suelo para empezar a cantar. Ya adolescente idolatró a Elvis, Little Richard, Buddy Holly y Bo Diddley, a quienes oía en la radio. En la Sala 1 destacan las guitarras pertenecientes a Woody Guthrie (Martin, 1937), Elvis Presley (Martin D-18, 1950), Buddy Holly (Gibson J-45, 1944) y Bob Dylan (Martin 00-19, 1949), así como una foto en gran formato de su ciudad natal (ca. 1948). Tal y como lo había hecho su padre, Dylan formó una banda que tocaba canciones de moda en las fiestas escolares. Como tantos y tantos otros adolescentes de su edad en la inmensa Norteamérica, como casi todo el mundo. ¿Qué lo hizo especial?
“Song to Woody”
Bob ingresó a la Universidad de Minnesota el verano de 1959. Sus padres esperaban que consiguiera un título que le permitiera incorporarse al pequeño negocio familiar. Su madre le rogó que dejara de escribir poesía. Pero al recién estrenado universitario sólo le interesaba una cosa: ser músico. Y se inscribió en la Facultad de Artes Liberales eligiendo música como asignatura principal.
Como todas las revelaciones, éstas llegan de forma casual y como parte de la cotidianidad. Zimmerman se convirtió en Dylan al escuchar a Woody Guthrie, y eso sólo podía pasar en el campus universitario, ya no en Hibbing, Duluth o Fargo. Porque Guthrie era el mayor exponente del folk y el folk reinaba en las universidades, último refugio intelectual de una música popular de hondas raíces históricas que las últimas tres décadas había plasmado en sus letras los estragos de la Gran Depresión: el desempleo, la migración, el racismo y la explotación capitalista de agricultores y obreros. Alrededor del folk estaban los sindicatos y los comunistas. El macartismo lo replegó en las universidades. Ese cálido refugio le permitiría resurgir en la forma de movimiento juvenil contestatario durante la lucha por los derechos civiles de los negros en torno a Martin Luther King y durante la oposición a la sangría de Vietnam.
Pero a Bob no le interesó nada de eso, sólo la sencillez de las canciones de Guthrie, con la cual era capaz de plasmar con tanta fuerza el drama de los personajes que desfilaban por sus incontables letras, y transmitirlo en las alas de sus acordes elementales. Toda la América del Norte marginada desfilaba por esas letras, un universo de personajes fielmente registrados a lo largo de las tres últimas décadas. Un mosaico social entero, en letras de canciones, lo mismo sureño que Midwest. Dylan leyó además el libro semi-autobiográfico de Guthrie, Bound for Glory, que comprende el periodo entre 1912 y 1942. Vale la pena admirar en la Sala 2 un ejemplar de ese libro. Todo eso lo fascinó. Dylan dice en su autobiografía (Chronicles I) que escuchar a Guthrie fue “como si una bomba atómica de un millón de megatones acabara de caer”. Y se abocó a convertirse en un bardo como él. Sobre política, utopías sociales, marxismo, de eso no entendía nada ni le interesó nunca. Sobre lo primero, lo entendió todo. Y aunque a algunos todavía les cuesta trabajo aceptarlo, hay que señalar que Bob nunca se puso a estudiar teorías sociales en la Universidad. Ya vimos que le interesaba ser músico, que en el campus reinaba el folk y que en el folk encontró a Guthrie.
“Talkin’ New York”
Llegar a Nueva York y no conocer a nadie. Ser un perfecto desconocido, una página en blanco, en donde todo está por escribirse. Elegirse a sí mismo, a más de 1,500 kilómetros de casa. Mas sus orígenes no eran nada singulares. Quizá por eso quería escapar de lo ordinario, borrando sus huellas y sembrando niebla, enigmas, contradicciones, sobre su pasado. Una cortina de misterio, intrigando sobre sí mismo. Que si había andado por Gallup, Nuevo México, donde se había unido a un circo ambulante; que si era un cantante de blues vagabundo que había recorrido todo el país pidiendo aventón o a bordo de trenes de carga. Quiso seducir a la gran ciudad haciéndole creer que era un bardo trashumante y, sobre la marcha, se convirtió en uno.
Dylan llegó a Nueva York buscando a Guthrie, quien padecía de una enfermedad degenerativa (corea de Huntington) y de cuyos efectos Dylan copió esa forma rara y poco comprensible de cantar la letra de las canciones. A los pocos días logró verlo, en casa de unos amigos del cantante, en Nueva Jersey, donde pasaba los fines de semana cuando no estaba hospitalizado. Dylan lo había dejado todo para ganarse la vida como músico, en los bares y cafés de Greenwich Village (Gerde’s Folk City, Gaslight Cafe, Cafe Wha ?), barrio bohemio y de alquileres bajos en Manhattan. ¿Hizo una apuesta? ¿Entre qué y qué? ¿Dudaba si triunfaría? ¿Qué podía considerarse triunfo? ¿Grabar discos? ¿Sonar en la radio? ¿Tocar aquí y allá?
“Bound for Glory”
Dudo que Dylan ambicionara convertirse en la apoteosis en que se convirtió. Quería ser músico y ya lo era. Al inicio de los años sesenta, tantos jóvenes se adhirieron al folk por su carga contestataria y comprometida que éste representaba un género musical atractivo para la industria discográfica y el pop. El futuro representante de Dylan, Albert Grossman, explotaría hasta la saciedad esa veta. “Blowin’ in the wind”, en la versión edulcorada de Peter, Paul and Mary, grupo que Grossman formó con tres atractivos jóvenes de voz suave, alcanzó el número 2 del Billboard y sobrepasó el millón de copias vendidas el 13 de julio de 1963.
Mientras eso sucedía, Dylan se presentaba donde podía, para hacer lo que auténticamente quería hacer. Y lo hacía con toda la ebullición que traía dentro. Así lo encontró el periodista Robert Shelton, del New York Times, quien con nueve párrafos precisos fue capaz de dar contorno a su entusiasmo y entusiasmar a otros. La nota titulada “Bob Dylan: un destacado estilista del folk”, que se publicó el 29 de septiembre de 1961 y que está expuesta en forma poco legible en la Sala 2 de la exposición, decía cosas como las siguientes:
“El Sr. Dylan es a la vez comediante y trágico. Como un actor de vaudeville en el circuito rural, ofrece una variedad de raros monólogos musicales”.
“Compone canciones más rápido de lo que puede recordarlas”
“Asemeja una cruza entre un niño del coro y un beatnik”
“Si no para cada gusto, su interpretación tiene la marca de la originalidad y la inspiración, todo lo anterior aún más notable por su juventud”.
“Uno de los más distinguidos estilistas que se ha presentado en un cabaret de Manhattan en meses”.
“Importa menos dónde ha estado que hacia dónde se dirige”.
Gracias a esas bien elegidas palabras, Dylan salió del circuito de cafecitos y clubes neoyorquinos del Village para entrar a la poderosa industria discográfica, firmando el 25 de octubre un contrato con Columbia Records, nada menos.
“The times they are a-changin’”
Cuando los movimientos sociales de los sesenta buscaban sentido a sus demandas en las letras folk sobre personajes de otra época, Dylan empezó a componer letras sobre las sensaciones colectivas del presente con un lenguaje preciso y sorprendente. Al hacerlo logró confeccionar los himnos que definieron su época.
Ya desde su segundo disco, The Freewhelin’ publicado en mayo de 1963 poco después de la crisis de los misiles en Cuba, acontecida en octubre de 1962, aparecen tres de esas canciones: la que hace preguntas sobre cuántas cosas deben acontecer antes de que éstas cambien y cuya respuesta “sopla en el aire” (Blowin’ in the wind), esa otra en que confronta abiertamente a los Amos de la Guerra, que no merecen la sangre que corre por sus venas y a quienes habrá que aguardar junto a su tumba para asegurarse de que han muerto (Masters of War) y esa otra de extraordinarias visiones apocalípticas que profetiza que “una fuerte lluvia va a caer” (A Hard Rain’s A-Gonna Fall). Son de celebrar las estaciones de audio en la sala 2 con letras de algunas de estas canciones transcritas sobre el muro y que, afortunadamente, no sólo incluyen canciones de protesta. Se puede así apreciar que Dylan tuvo el tino de hablar con metáforas y escapar así a la coyuntura, tanto como la calidad de sus versos.
El tercer disco contendría una nueva dosis de canciones semejantes. Advertía a senadores y congresistas que una batalla pronto sacudiría sus ventanas y muros, porque “los tiempos estaban cambiando” (The times they are a-changin’). Cantó sobre el asesinato de un hombre blanco empobrecido, a quien gobernantes y sheriffs convencen de no quejarse pues al ser blanco las leyes lo protegen (Only a pawn in their game) y sobre el de una sirvienta negra a manos de su empleador blanco sin que éste sea castigado (The lonesome death of Hattie Carroll).
Sin embargo, y a pesar de lo serio que pueda escucharse lo anterior, había espacio para nostalgias románticas, como en “Girl from the north country” o “Talkin’ World War III Blues”, en la que Dylan cuenta su sueño irreverente y burlón sobre una guerra nuclear. La canción termina cuando encuentra a una muchacha, le toma la mano y la invita a jugar a Adán y Eva. Ella pregunta si está loco: “mira lo que pasó la última vez que empezaron”.
Buena parte del éxito de Dylan en el movimiento folk de esos años, el del Festival Anual del género en Newport, Rhode Island, se debe a su relación sentimental y sobre los escenarios con Joan Baez, quien ya era la verdadera reina del género folk a pesar de ser tan joven como él (sólo seis meses mayor). Esta extraordinaria intérprete, con una estupenda voz de mezzo-soprano, hija de un notable físico mexicano y de una profesora escocesa de literatura, sumamente comprometida con las causas sociales y el pacifismo (su padre se negó a participar en el proyecto Manhattan), lo incorporó a su gira por todo el país, lo llevó a foros que él mismo no habría buscado, como el ya citado mitin por los derechos civiles en Washington, interpretó sus canciones, lo trajo a su propio pedestal.
Una buena síntesis de esa asociación alrededor de los movimientos de protesta es la placa de Daniel Kramer (una de las 60 espléndidas fotografías capturadas en la gira realizada por Estados Unidos entre 1964 y 1965 que están expuestas en la galería con que abre la exposición), imagen en la que Dylan y Baez flanquean un póster que reza “Protesta contra la creciente ola de conformismo”, en el aeropuerto de Newark (1964). Ella posa solemne, con tres grandes flores sobre el pecho; él en cambio se recarga en el muro, una pierna cruzada y los brazos también, mirando de lado a la cámara, como pensando: “Está bien, posaré junto a esto”.
Dylan fue la espuma en la cresta de un tsunami social, el primer movimiento juvenil contestatario y masivo. Se le consideró un líder, un guía, un demiurgo. Él sólo hizo lo que hacía su admirado Woody Guthrie, tomó instantáneas de lo que veía y las mostró. Y lo hizo en forma tan poética, con metáforas tan abiertas como una taza o un vaso sobre el cual vaciar lo que cada quien quería beber, que todos prepararon su bebida en la taza de magnífica factura que Dylan les extendió. Ahí estaban plasmadas, en unas cuantas líneas muy precisas, las facciones de anhelos, aspiraciones, expectativas, deseos de toda una generación. Y ésta pensó que alguien que los veía tan claramente podía entenderlos y sabría las respuestas sobre cómo hacer realidad esos anhelos.
Pero no fue así.
“Maggie’s Farm”
El festival de Newport de 1965, que se proyecta en la sala 3, ha recibido mucha atención como punto de inflexión en la carrera de Dylan, porque ahí fue abucheado duramente por la concurrencia al presentarse con una banda de rock (The Hawks) ante la grey folk de la costa este cantando enérgica y estruendosamente “Maggie’s Farm” y luego “Like a rolling stone”, y porque hasta se cuenta que Pete Seeger quiso desenchufarlo con un hacha. Pero su transformación había iniciado meses antes. En enero de ese año había grabado, en tan solo tres días, Bringing it all back home, con una primera mitad rock/blues y la otra acústica, con canciones como “Subterranean Homesick Blues” (eléctrica), Mr. Tambourine Man (acústica) o la jocosa “Bob Dylan’s 115th Dream” (eléctrica).
La portada del disco, también expuesta en la sala 3, fue en cambio sumamente estudiada y todo menos folk: realizada en la casa de su acaudalado representante, se mira al fondo de una sala una hermosa y enigmática mujer de traje rojo y cigarro en la mano reclinada en un chaise longue (Sally Grossman), un Dylan sentado en primer plano, acariciando a un gato persa y mirando de cerca el lente difuminado de la cámara, obra del fotógrafo Daniel Kramer.
Dylan no ensayaba con sus músicos. Se presentaba en el estudio, les mostraba un poco de qué se trataba y luego se arrancaba tocando. Tenían que seguirlo como podían, cual músicos de jazz. Así se grabarían Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde, ambos álbumes eléctricos que se disputan las letras de mayor riqueza poética hasta entonces y quizá, de su carrera entera, como por ejemplo “Like a rolling Stone” y “Desolation Row”, esta última la canción que más le gustaba a Allen Ginsberg y que Dylan le dedicó en vivo luego de su muerte en 1997. Blonde on Blonde, grabado en Nashville y ya no en Nueva York, sería el primer álbum doble de la historia.
Los espléndidos retratos de Daniel Kramer en la galería con que abre la exposición atestiguan al Dylan de esta época. Algunos son de estudio, otros por completo espontáneos: en la ruta, ensayando, descansando. Si bien extremadamente joven, el Dylan que nos mira por la lente de Kramer es ya una estrella maliciosa y astuta, lejos de la inocencia folk que, no mucho tiempo antes, caracterizaba su imagen. De ahí que la exposición comience con esa larga galería de fotografías que testimonian el perfil de la explosión rock.
“Like a rolling stone”
“Trayéndolo todo de regreso a casa” es, presuntamente, el intento de devolver a Norteamérica el sonido de rock y blues de los 50 que se había extraviado en la comercialización pop de la industria discográfica norteamericana y que había germinado en Liverpool con su frescura intacta. No hay incongruencia en el ritmo que Dylan buscó a partir de ese disco, pues había crecido admirando a Presley y Little Richard. Columbia se encargó de allegarle músicos de estudio competentes para acompañarlo y él se aseguró de que no defraudaran lo que traía en la cabeza.
Así como su folk comprometido no era tal, sus canciones tampoco fueron rock estrictamente. Son demasiado complejas y sofisticadas para catalogarlas así. Tanto si eran hermosas baladas (“Sad eyed lady of the lowlands”, de 11 minutos de duración, “Visions of Johanna”, “Just like a woman”) como si eran poemas simbolistas del estilo de “Tombstone Blues” y “Ballad of a thin man”, alegóricos como “Highway 61 Revisited” o letras ácidas como “Leopard-Skin Pill-Box Hat” y “Like a rolling stone”, Dylan hacía lo suyo, ajeno a expectativas de otros y convirtiéndose en una corriente solitaria para quien quisiera seguirlo. Ahora eran los poetas beat quienes, entusiasmados por su compañía, lo seguían y si en su compañía éstos ordenaban sofisticados cocteles y luego Dylan pedía sólo té, de inmediato se apresuraban a trocar sus bebidas espirituosas por té (Ginsberg, Ferlinghetti y McClure).
Sin ser folk o rock y mucho menos folk-rock, Dylan recorrió todo Estados Unidos con The Hawks, siendo abucheado cada que éstos intervenían a pesar del espléndido sonido que lograron en esa época. Viajó también a Australia, luego a Suecia y Dinamarca, regresó a Inglaterra donde nuevamente tocó en el Royal Albert Hall, y pisó Francia. Capoteaba las preguntas tontas de los periodistas: “¿qué hace con su dinero?: me lo pongo; ¿por qué está usted aquí?: alguien me llamó por teléfono y me pidió venir. ¿Ejerce una influencia en el americano promedio?: no conozco al americano promedio” (conferencia de prensa del 23 de mayo de 1966 en París, Sala 5).
Aunque la exposición ya no lo aborda, quizá por ser un tabú para el homenajeado, el 29 de julio de 1966 Dylan sacó una motocicleta de la casa de Grossman para llevarla al taller. Su esposa Sara, que lo siguió en auto, regresó poco después con un Dylan accidentado. La prensa especuló su muerte, coma o heridas de suma gravedad. Nadie mas que Dylan y Sara saben realmente qué pasó, si es que pasó algo, pues aunque se quejaba mucho no había heridas aparentes, no ingresó en hospital alguno, no hay registros en los archivos de policía sobre el incidente ni otros testigos. A raíz de ese hecho, Dylan se ausentó ocho años de giras y reflectores. Siguió grabando discos (ahora con un sonido country) y se presentó en el concierto homenaje a Woody Guthrie (20 de enero de 1968) luego de morir éste. Así, a los veinticinco años, Dylan concluyó una meteórica, vertiginosa, rica, compleja e inolvidable primera etapa de su carrera.
Seguirían varias más, también extraordinarias y entrañables, con sucesivas reconversiones musicales y hasta de fe, con las que Dylan habría de adherir nuevos adeptos al tiempo que perder a muchos otros; etapas luminosas (como los setenta) y también sombrías (como los ochenta), homenajes en los noventa, el celebrado periodo de sus últimos cuatro álbumes (de 1997 a la fecha), la polémica del año pasado por una supuesta censura de las autoridades chinas cuando se presentó en Pekín. En ese universo musical hay un Dylan para cada admirador, pero quizá nunca un admirador para todo Dylan. En 1988 comenzó la "gira sin fin”, que persiste hasta hoy y que no descansa en interpretar versiones canónicas de los éxitos del pasado ni tampoco en promover el contenido del disco más reciente, sino en continuar creando y proponiendo sobre el escenario. A sus 71 años, con un periplo que viene de Sudamérica, pasa por México y continuará en Europa, esa carrera inagotable sigue en pie.~
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